En estos días España ha llegado a un punto de inmolación insoportable. Somos un país empeñado en dejar de serlo a toda costa. Se tambalea por la historia, se silencia lo que de bueno haya podido aportar al progreso de la civilización humana, se descuelgan las banderas de los Ayuntamientos de sus pueblos por temor a la ofensa, incluso la simple palabra que nos engloba, España, se desplaza hasta desaparecer de los organismos institucionales. Todo sea por el bien de la convivencia. Ahora el turno le ha tocado a la lengua española. El español ha dejado de ser vehicular en territorio nacional, un logro sobresaliente de nuestro Gobierno. Otro más, en su camino delirante por resistir una semana más en la cima del poder. El colchón de Sánchez en el Palacio de la Moncloa debe resultar tan cómodo que desprenderse de él supondría un drama. Pero muchos no se dan cuenta de que los muelles ya se están clavando en las espaldas de todos los españoles.

Todo parte de una concepción malsana e impúdica. En la España en la que yo me crié buena parte del relato situaba a los nacionalismos como una ideología moderna y progresista. Cataluña y el País Vasco eran las puertas de Europa, las comunidades más libres y modernas. Así lo veíamos en la televisión y lo estudiábamos en la escuela. El hecho de que en Barcelona se quitasen banderas de España o se acorralara a la lengua española no era sino un paso más en esa normalidad democrática que necesitaba España. Y en esta tarea han arrimado el hombro los partidos nacionales, no nacionalistas. PP y PSOE han coqueteado groseramente durante los cuarenta años de democracia con partidos cuyo ideario principal era destruir España. Algunos de esos partidos preveían la fractura para dentro de cincuenta años. Otros para mañana por la tarde. Pero en el imaginario común del nacionalismo siempre está la ruptura como punto de llegada. En cada legislatura el nacionalismo degustaba un poco más del pastel autonómico: la justicia, las prisiones, la hacienda, la policía, la educación... hasta la semana pasada cuando el mordisco fue letal. Tanto que España se mordió la lengua.

El PSOE necesita aprobar unos presupuestos a toda costa. La militancia del PSOE a estas alturas padece una sumisión absoluta. Aceptarán cualquier cosa que Pedro Sánchez les haga tragar. No hay masa más dócil hoy en día que un militante del otrora partido del pueblo español, desdibujado en un cesarismo idiota y mediocre, porque los adjetivos referidos a Pedro Sánchez no deben ir demasiado lejos de estas dos fronteras. El hecho de que el PSOE acepte de ERC suprimir el español como lengua vehicular no es solamente una cesión. En este momento político cabría preguntarse si la postura del PSC, el brazo catalán del PSOE, no es la misma que la de ERC.

Que parte del PSOE catalán entiende todo lo español como un invitado extraño en casa no es nuevo. Meritxell Batet, Presidenta del Parlamento, votó hace no tanto por la realización de un referéndum ilegal en Cataluña para alcanzar la independencia. El propio Iceta pedía un esfuerzo para integrar las ideas independentistas en la gobernanza nacional. Su fórmula fueron los indultos desde incluso antes de que los presos del Procés entrasen en la cárcel. Con estos bueyes marcha la carreta que llamamos España.

Porque convertir la lengua española en extranjera dentro del propio país es un hecho tan perverso que duele. Al menos si no tienes el carnet socialista. Negar la españolidad de Cataluña es tan absurdo e impropio como negar su catalanidad. Cataluña es una Comunidad autónoma con una fuerte personalidad propia, no hay posibilidad de dudas. ¿Pero acaso Murcia no se ha desarrollado con unas características concretas, con una historia común al resto de la península pero independiente en muchos aspectos? ¿Acaso consideramos un hecho diferencial la lengua?

Porque la realidad es que en Cataluña se habla el español como lengua mayoritaria. Los que utilizan el español como lengua materna no son una minoría. Al contrario, son una mayoría que está siendo aplastada. Lo advirtió el escritor peruano Santiago Rocangliolo en un artículo en El País, titulado Perdiéndonos la fiesta, criticando que la ciudad de Barcelona se estaba quedando sin espacios donde desarrollar la cultura en lengua española.

Durante demasiado tiempo se nos ha engañado con juegos de abalorios. Cientos de pedagogos y políticos (perdonad el pleonasmo) han defendido durante esta fiesta nacionalista que pagamos todos que la inmersión lingüística es un éxito de la democracia y la educación. Ahora sabemos que dicha estrategia solamente constituía un paso previo para hacer desaparecer el español de las escuelas públicas. Que la asignatura de Lengua Española y su Literatura se haya convertido en un reducto cultural en los centros públicos catalanes no responde más que al odio de una ideología totalitaria como es el nacionalismo. Un proyecto de hegemonía cultural y política que solamente pretender acorralar lo español y expulsarlo.

Porque extranjerizar la propia España es lo que subyace de todos estas leyes y movimientos políticos. Que los españoles sintamos vergüenza de serlo. Fue Savater quien dijo en una conferencia en Sevilla en 2019, en el Congreso de la RAE, que privar el español a los alumnos catalanes suponía quitarles el pan, hacerlos más pobres, porque se les está negando un instrumento que comparten 600 millones de personas en todo el mundo, desde la Patagonia a California. En un mundo globalizado, en el que la enseñanza del inglés nos obsesiona mucho más que la propia calidad de la educación, no tiene sentido cerrar las puertas a la lengua de Marsé, de Gil de Biedma, de Gimferrer, de Moix o de Mendoza.

Esperemos que aún quede alguien en nuestro país que reaccione ante este hecho flagrante, que supondrá sin duda no solo una separación sentimental de millones de catalanes en pos de una lengua que se les impone, sino la pobreza de recursos culturales y también económicos de una población hastiada. Hasta el momento, buena parte de los medios de comunicación han optado por hacer un seguimiento milimétrico de lo que votaron en el condado de Jackson en las elecciones presidenciales de los Estados Unidos.

La noticia de que el español se convierte en una lengua extranjera en parte del territorio español ha pasado de puntillas en los faros de opinión pública de la izquierda. Tal vez ahí esté la clave de que hoy en España solo a unos pocos les inquiete este hecho. En unos años nos lamentaremos todos, pero para entonces Sánchez ya habrá cambiado de colchón.