En las revoluciones, incluso cuando no pocas veces suscitan temor y rechazo, advertimos la presencia de lo sublime. Alexis de Tocqueville reconocía el espíritu de la gran revolución de 1789 manifestándose y volviendo a la vida, con una misteriosa cadencia de repetición, como las variaciones de un mismo tema, bajo la forma de las revoluciones posteriores del siglo siguiente.

Pero el motín, la algarada callejera, es un arma política vulgar con la que los oligarcas de todos los tiempos, pasados y presentes, se atacan entre sí. También el motín callejero se repite con una cadencia, no tanto misteriosa, cuanto enojosa e irritante. No se reconoce en él lo sublime, sino lo rastrero.

Por eso Galdós hace que su héroe Gabriel, ya octogenario, recuerde el motín de Aranjuez ocurrido en su juventud y pueda afirmar: «Aquel fue el primer motín que he presenciado en mi vida, y a pesar de mis pocos años entonces, tengo la satisfacción no haber simpatizado con él».

El gusto por el motín callejero es una extendida tradición. Un deporte, que en tiempos de calamidad pública, practican con fruición las clases elevadas que desean imponer su poder más allá del margen que ofrecen las leyes; también una pasión llevada hasta el delirio y la desmesura por aquellos, bien miserables, que besan las manos de sus dominadores.

Algo más que un pasatiempo de grandes señores, de sus siervos y de cuantos engañados, marrulleros y sádicos se encuentren por el camino, es también un arma eficaz de desgaste entre enemigos públicos. Es así desde los tiempos en que Pisístrato llegó a Atenas apoyado por una poblada masa de secuaces y maceros precedidos por una doncella disfrazada de la santa patrona de la ciudad, para hacerse con el poder e inaugurar una tiranía que logró prolongarse en los hijos de aquel aventurero.

Y aún ocurrían tales cosas antes que él, cuando el arconte Megacles, sin piedad, asesinó junto al altar de los templos, en cuyos recintos se habían refugiado suplicando asilo, a los amotinados partidarios del rebelde Cilón, luego de frustrado su intento por alzarse con el poder en una ciudad que aún no conocía las leyes de Dracón.

La tradición periódicamente renovada del motín en Roma, alimentada con la sangre dispar de Gracos y Catilinas, fue preparando el camino y enderezando los senderos de la revuelta tumultuosa a escala urbana, de los linchamientos y de los disturbios; estimulando la furia y agitando las manos de aquellos cuya frustración en la vida no encontraba medio mejor de satisfacción que ser el martillo de otros.

Algunos tienden a admitir que la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases; pero la verdad es que no todos los sucesos políticos en los que se tomaron calles, mercados y vías públicas resultaron ser verdaderos acontecimientos revolucionarios en los que fueran puestos sobre el tablero dos sistemas políticos mutuamente excluyentes. En muchos casos no eran visiones del mundo rivales; no eran concepciones antagónicas de la vida o la economía.

En pocas algaradas existía la buena intención de inaugurar un mundo mejor. Antes bien, suelen entrar en juego facciones enfrentadas que contienden, simplemente, por parcelas de poder. La masa clientelaria enviada a sueldo para asaltar los cuarteles del partido rival o simplemente para destruir cuanto encuentren y causar estragos, no suele ser más que carne de cañón, carroña sin la menor dignidad; cuerpos que, si es menester, pueden quedar abandonados.

La masa espoleada por banderías y grupos dominantes es además una amalgama enfurecida, brutal, inculta e innoble, degradada por el abuso sufrido durante años incontables, considerada cosa vulgar y rastrera por sus amos; autoconvencida a su vez de no ser más que músculo, sangre y carne. Carente de mente, acepta la lógica diabólica de la dominación, acostumbrada a servir a los mismos perros guardianes, aunque cambien de collar; a resignarse ante el hecho de ser los eternos perdedores en las epopeyas de los demás.

Esta convicción, triste e infame a la vez, propia de víctimas que pueden ser también verdugos, ha sido la misma que han profesado todos los alborotadores a sueldo a lo largo de los conflictos y desigualdades humanas. Hay una predisposición en la historia universal, una predilección, un gusto mal disimulado, hacia el efímero motín y la revuelta. Ejerce un embrujo mucho más efectivo e inspira una atracción más seductora que la verdadera revolución, cuya causa, todo lo cuestionable que esta sea, sí anhela una supuesta nobleza moral, y nace guiada por una ética y unos valores nuevos de persistentes consecuencias, con vocación de futuro.

Pero en el motín callejero, si es que hay algún asomo de doctrina, esta no pertenece a las humilladas, maltratadas y manejables masas reactivas, sino que es una alambicada, pragmática y taimada razón construida astutamente por quienes mueven los hilos en un teatro de marionetas, cuyo telón también ahora, en los días que vivimos, acaba de levantarse para una nueva representación.