Fue un 1 de noviembre del 1938 cuando Geoffrey Firmin conoció el infierno. Lo recuerdan Jacques Laruelle y el doctor Vigil, que lo vieron caer hasta el abismo, en el casino Ciudad de la Selva de Cuernavaca, una ciudad mexicana que nace en la ladera del Popocatépetl, el volcán que tuvo que sortear Cortés y su expedición antes de entrar en Tenochtitlan.

El señor Firmin acababa de ser despedido de su puesto de cónsul británico. Ante la ausencia de perspectiva, con un matrimonio roto por la traición de su mujer con su hermanastro, acude al único lugar en el que ha sido feliz en la ciudad. En una terraza del Casino se abraza a una botella de mezcal y en silencio contempla tras la cristalera una procesión de muertos. Son recuerdos y fantasmas que lo persiguen y que testimonian una vida plagada de fracasos.

El día de muertos en México es una puerta abierta entre la vida y el más allá. Es una jornada de fiesta, de celebración y de ritual. Los vivos entablan conversación con los ausentes. Les ponen velas en sus tumbas y cantan mientras beben tequila. Pero tras el folclore hay un sentimiento de aceptación del duelo extremadamente complejo. México mira directamente a los ojos a la Catrina, la calavera vestida de mujer que encarna a la muerte (y que tan bien dibujara Posada), y la invita a convivir con ellos.

En este punto Malcolm Lowry escribió Bajo el volcán, una novela íntima, casi autobiográfica, que retrata la caída de un hombre en la desesperación más absoluta. Mucha relación existe entre el escritor inglés y la genialidad. La novela, publicada en 1947 y versionada varias veces en el cine, no tardó en convertirse en un clásico de las letras inglesas y en un libro de culto que durante generaciones se ha ido acumulando en las bibliotecas de todos los amantes de las novelas oscuras. Porque Bajo el volcán no es un libro fácil, pero sí agradecido.

Desde las primeras páginas la novela te atrapa con su ambiente pesado, hasta el punto de participar también de las visiones de su protagonista, el cónsul Firmin. Se le acompaña en su caída a los infiernos, como un Dante moderno que equivoca la correcta vía pero que tras visitar el Averno ya no tiene fuerzas para escalar al cielo. Firmin se queda para siempre en esa noche del 1 de noviembre de 1938. Confunde el mezcal con el oxigeno y salda sus cuentas pendientes con el pasado, que acaba siendo insoportable.

En esa noche, él logra transformarse en uno de los fantasmas que ve desfilar por la ventana. Los recuerdos se convierten en premoniciones. Malcolm Lowry alardea de una prosa viva. En muchos casos, imita el estado etílico de sus personajes y se deja llevar por el entusiasmo. Los pasajes son confusos pero emocionantes.

Se visita el Palacio de Cortés y los zopilotes (un ave carroñera propia de México) sobrevuelan sus cabezas como si ellos fuesen los próximos en morir. A las reflexiones del cónsul se suman las confesiones de Ivonne, su ex mujer, quien le había sido infiel con su hermanastro, Hugh. Los tres mantienen una conversación eterna, mientras pasean por una ciudad a punto de ebullición, donde suena la música y las plazas se llenan con la caída del sol.

El volcán es el único punto del cielo que parece no querer desaparecer, con un color rojizo con la llegada de la noche. Porque Geoffrey Firmin está hecho a la medida de Malcolm Lowry. Literatura y vida se confunden. La novela se transforma también en las memorias de un hombre derrotado, que no encuentra más consuelo que las botellas de mezcal. Un ser insatisfecho, encerrado en su propia decadencia que se pregunta dónde ha quedado su vida y para qué ha servido. Ha recorrido el mundo persiguiendo a una actriz francesa, Jan Gabriel, la Ivonne de la novela, y ahora observa cómo se aleja para siempre entre las mansiones selváticas.

Sin embargo, hay cierta elegancia en la actitud existencial de su personaje. Lowry le imprime un carácter inteligente. La barca se está hundiendo y lo hará con todos dentro, así que el cónsul se sienta en una terraza a esperar a que las aguas lo superen. La aceptación con la que Firmin encara su fracaso, tanto laboral como sentimental, encierra una lección de vida. Se superpone el humor a la tragedia. La belleza al dolor. El mezcal al agua. Pero la novela también es un ajuste de cuentas con la historia. Más bien un espejo roto.

No es casual que Lowry sitúe la obra en Cuernavaca, una de las ciudades más importantes del período colonial. En el largo paseo de los personajes, se encuentran con la casa de Hernán Cortés y con la de Maximiliano de Habsburgo, emperador de México por azares grotescos. A ambos personajes se adhiere el cónsul Firmin. En ellos busca un reflejo donde agarrarse, como un Narciso que se mira en un charco de agua sucia.

Tanto Cortés como Maximiliano son extranjeros, al igual que Firmin. Los dos acabaron sus días con un sabor agrio en los labios (al pobre Maximiliano incluso lo fusilaron los propios mexicanos en la tapia de un convento de Querétaro), y el cónsul encuentra la solución a la ecuación de su vida. Él también morirá al concluir la jornada. Lo hará infectado de mezcal, transfigurándose en un fantasma, de la forma más mexicana posible, aunque su vida en Cuernavaca haya sido más la de un turista ocasional que la de un ciudadano normal y corriente. Ni siquiera llegó a dominar el español. Malcolm Lowry tuvo que bajar al volcán para escribir una obra única, considerada por la crítica como un clásico del siglo XX. Moriría diez años después, en 1957, tras una sobredosis de alcohol y antidepresivos. Al igual que su personaje, Lowry había emulado a Dante.

Su Virgilio sería el mezcal, el licor que los mexicanos utilizan para hablar con los muertos. Todos los años, cuando se acerca el primero de noviembre, los zopilotes sobrevuelan el Popocatépetl. Allí se refugian un cónsul recién expulsado y su ex mujer, en un desfile de muertos que caminan y se reprochan no haber encontrado la felicidad. Son náufragos. Pero su decadencia no duele.