En este mes han coincidido en las plataformas de streaming dos producciones (una de ficción y otra documental) que tienen como protagonista la organización terrorista ETA. Los tratamientos son muy diferentes, obviamente, pero ambas coinciden en mostrar la ambigüedad de sentimientos de las que podríamos llamar ´personas normales´ ante los atentados de la banda terrorista y el sufrimiento que causaban a las víctimas y sus allegados.

Se trata de la versión en miniserie del libro Patria de Fernando Aramburu y el excelente documental El Desafío, que se pueden ver en HBO y Amazon Prime Video respectivamente. Yo estudiaba en Pamplona en los años de la Transición y fui testigo de esa ambigüedad moral existente en la sociedad navarra, a través de las opiniones de los compañeros de la Facultad de Ciencias de la Información que eran naturales de allí, y por los comentarios que oías en los bares y tabernas de los que Pamplona no está precisamente falto. También me tocó ser apoderado de la UCD en el referendum constitucional.

Nos asignaron las mesas del valle de Ulzama y allí pude sentir en vivo el ambiente de la Navarra rural euskoparlante, simplemente por las gélidas miradas con los que nos recibían los aldeanos de la boina. Se ha escrito mucho sobre el fenómeno terrorista que no cesa, como estamos viendo por los recientes atentados de islamistas radicales en Europa. La pregunta que se hace todo el mundo ante un atentado terrorista es qué finalidad tiene y si los atentados son un medio (al margen del sufrimiento que causan) para obtener algún objetivo concreto.

El ejemplo más palmario de un objetivo alcanzado mediante un acto terrorista fueron los atentados en la estación de Atocha. Después de una campaña bien orquestada por los medios que apoyaban al PSOE, básicamente la SER, los muertos que los islamistas pusieron encima de la mesa sirvieron más que probablemente para cambiar el signo de las elecciones y propiciar la victoria del socialismo y los sucesivos Gobiernos de Rodríguez Zapatero. Zapatero, el peor presidente que la democracia nos ha dado hasta ahora sin discusión, no perdió tiempo en retirar las tropas españolas de la guerra de Irak y, no contento con ese gesto, pidió públicamente que el resto de países hiciera lo mismo, con el consiguiente empeoramiento de las relaciones con Estados Unidos, nuestro principal aliado.

De esa forma, los terroristas de Al Qaeda consiguieron un éxito espectacular que les dio aliento para seguir atentando en otros países excepto España, que no tuvo atentados significativos los años siguientes hasta que llegó el ISIS y nos volvieron a poner en el objetivo. Hay que decir que en la dinámica de estos hechos tuvo mucho que ver la estupidez del presidente de Gobierno de aquel entonces, José María Aznar, que metió a nuestro país en una guerra a la que se oponía la inmensa mayoría de la sociedad española, seducido por el halago personal ejercido por el hábil presidente estadounidense George W. Bush.

Para buscar otro éxito estratégico de una acción terrorista, habría que remontarse al atentado a la embajada de Estados Unidos en Beirut, que motivó la decisión del presidente Reagan de retirar la fuerza militar estadounidense que estaba estacionada en aquel país para contribuir a la pacificación. El atentado fue la gota que colmó el vaso de la paciencia norteamericana y por eso decidieron dejar que los libaneses se mataran entre ellos a pleno gusto y sin la interposición de los marines. Al margen de estos dos ejemplos, el terrorismo ha tenido escasas consecuencias estratégicas más allá de los movimientos de insurrección anticoloniales que provocaron que las metrópolis respectivas perdieran las ganas de mantener su presencia colonial.

Pero ahí definitivamente entramos en otro categoría estratégica distinta, que es la de las guerrillas organizadas o milicias populares, que utilicen el terrorismo como táctica, pero que tienen una organización y una disciplina militar. ETA no llegó a tanto en ningún momento. En la sociedad vasca había mucha gente que rechazaba de plano el uso de la violencia, sobre todo cuando se fue haciendo más indiscriminada. Junto a éstos, siempre hubo una masa que disculpaba o ´comprendía´ las acciones violentas de la banda, que justificaban como respuesta a la represión del Estado español, como si un Estado moderno tuviera otra alternativa que restaurar el orden social y el imperio de la ley, aun a costa de ejercer una violencia legítima.

Pero al margen del apoyo minoritario a la violencia (manifestada en democracia por los resultados electorales de Herri Batasuna o sus múltiples reencarnaciones), ni ETA fue una milicia popular con perspectivas de lograr la independencia, ni el pueblo vasco estuvo en ningún momento dispuesto a pagar el precio que hubiera requerido un enfrentamiento masivo y con muchas perspectivas de salir derrotado contra el Estado Español. Cosa que sí sucedió en parte en Irlanda del Norte, donde sí hubo una quasi guerra civil que, como no podía ser de otro manera, ganó manu militari El Reino Unido, a base de poner encima varios miles de muertos propios y ajenos. El único momento en que el terrorismo de ETA estuvo cerca de conseguir un éxito político que presentar al pueblo vasco para justificar el sufrimiento causado, fue en las negociaciones con el gobierno español del momento (otra vez Zapatero cediendo al terrorismo).

Tan cerca estuvieron de conseguirlo que los partidos abertzales acabaron desligándose de ETA(propiciando así su derrota y el cese de la violencia) al constatar la dinámica suicida en la que había caído la organización tras el atentado de la T4. ¿Significa eso que el terrorismo no sirve de nada? Ni mucho menos. El terrorismo sirve de alivio emocional ante la impotencia de no poder conseguir lo que tan fervientemente se desea, sea la independencia de un territorio, la transformación de las estructuras socieconómicas de un país, o la derrota de una civilización que se percibe como enemiga, como es el caso del terrorismo islamista.

La impotencia conduce irremediablemente al bucle melancólico al que se refería en su libro Jon Juaristi. En este contexto, un acto terrorista es una pequeña venganza que alegra el ánimo por un rato y lo rescata de la melancolía. Otra cosa es la elaboración mental que hay que hacer para justificar esa melancolía, que a menudo conduce a una tensión moral insoportable, allanando el camino a lo que el psicociólogo Philip Zimbardo denomina ´el efecto Lucifer´, que vuelve incomprensiblemente malvada a personas aparentemente decentes. Eso es lo que denuncia emocionada la esposa de un guardia civil muerto en un episodio de El Deseo: ¿Cómo personas normales pudieron alegrarse ante el cadáver de una persona yaciendo en la acera, cuando nadie se alegra de ver un animal muerto en la carretera?