D entre las muchas virtudes de los clásicos opino que la mayor de ellas es la atemporalidad. Por eso, lejos de estar muertos, son imperecederos, su vigencia es continua y trasciende la barrera del tiempo y cualquier otra de las que el ser humano es tan dado a crear. Ofrecen consejo ante la duda, consuelo en la tribulación, permanente ocasión para el disfrute. Por eso es imprescindible su defensa.

Por eso nos resulta tan sangrante a quienes así lo creemos y sentimos una ley de educación en la que, amén de otros disparates, al menos en apariencia desaparecen el griego y el latín (valga el juego de palabras), barridos por vientos que de seguir así traerán vendavales. Permítaseme el tan trillado aserto de que lo que no se conoce no se ama. Tampoco se puede despreciar lo que se ignora, y quien lo hace es doblemente ignorante. La cultura grecolatina es básica porque en ella se hunden nuestras raíces, son su sustento, y sin ella perdemos pie. Los hechos históricos no pueden borrarse, todos nos conforman y a través de ellos hemos evolucionado.

La ´damnatio memoriae´ es un gran error. Debemos aprender del pasado y servirnos de su enseñanza para avanzar. Y en cuanto a la lengua ocurre otro tanto. No podemos menospreciar nuestro idioma, ni su origen, ni marginar ninguno de los que existen. En todos ellos hay alguien que siente y se expresa y matar una lengua, o siquiera intentarlo, es un crimen de lesa humanidad. La palabra es fundamental para el buen entendimiento, y es imprescindible que los seres pensantes se comuniquen a través del puente de acercamiento que es el idioma. Volviendo a las virtudes, la vida enseña que la paciencia es una de ellas, tal vez de las mayores.

No debe confundirse con la indolencia ni la actitud pasiva del que las ve llegar, sino con esa ´tranquillitas animi´ de la que habla en latín un estoico de origen hispano como Séneca en uno de sus tratados, junto a otros sobre temas de tanta importancia como la felicidad o la vejez. Harto difícil es mantener la calma cuando las circunstancias son difíciles y el panorama incierto, cuando a nuestro alrededor hay crispación y los ánimos están comprensiblemente alterados, pero si no echamos mano del uso de la palabra y de la práctica del diálogo, podemos acabar matándonos, literalmente. Es lo que ocurre cuando se pretende imponer la fuerza a la razón.

Es lo que por desgracia estamos viendo y viviendo a diario, con temor y alivio cuando ocurre ´lejos´ de nosotros. Pero la mecha está ahí y una vez prendida es complicado sofocarla. Las reacciones de exaltados a medidas que no agradan porque coartan las libertades son prueba de ello. La actitud de mandatarios, que no aceptan su derrota en las urnas, consecuencia del uso de un derecho que la democracia permite mostrar a los ciudadanos, incitan a la rebelión y a la violencia. La soberbia que nos lleva al convencimiento de que estamos en posesión de una verdad revelada que nos hace superiores a los demás y nos faculta para despreciar sus opiniones y mostrarnos intransigentes es ingrediente esencial en el caldo de cultivo del odio.

Ayer leía a mi admirada Aurora Luque que nos encontramos en un período de resistencia, y coincido con ella en esa idea, como en otras muchas. Hemos de resistir, y para ello precisamos de asideros que nos proporcionen agarre. El doctor Xavier Sierra, autor del blog «Un dermatólogo en el museo» me decía hace unos días que las epidemias son las verdaderas impulsoras de los cambios a lo largo de la historia, mucho más que las guerras, porque nos apartan de la inercia y fuerzan a cambios drásticos en las costumbres, que muchas veces son buenos.

Está claro que estas situaciones excepcionales hacen que nos conozcamos mejor a nosotros mismos y a los demás y que de la actitud que muchos tomen va a depender que se ganen la confianza y el respeto o que los pierdan. No necesitamos que nos aleccionen pero sí que nos lideren con ideas claras y ánimo conciliador, independientemente de los errores de los que como humanos no estamos libres.

El pasado está plagado de ejemplos a evitar y también de modelos que hacen más navegable el piélago muchas veces zozobrante que es la vida. En los clásicos encontramos claves que no podemos perder. Cada generación precisa traducciones que le acerquen a ellos y se los hagan actuales, y el traductor debe conocer la lengua que traduce y su cultura, y también la lengua meta en la que verter y hacer inteligible el mensaje transmitido. ¿Qué ocurrirá cuando no haya quien sea capaz de hacerlo? Me resulta abismal tal pensamiento. Ojalá no llegue ese día, porque entonces seremos infinitamente más vulnerables e infelices.