A partir de mañana, con los bares cerrados, vamos a ingresar en un experimento social sin precedentes. Durante el confinamiento de marzo quizás no nos dimos del todo cuenta de que los bares cerraron porque todo estaba cerrado. De esa forma este excepcional hecho pasó más desapercibido. Sin embargo desde mañana se producirá, esperemos que por el menor tiempo posible, el extraordinario fenómeno de que todo estará abierto, menos los bares. O sea, justo lo contrario que un domingo, la imagen especular de un día festivo. Y si no me equivoco, será la primera vez en nuestra historia que esto ocurra. Repaso y repaso, e imagino periodos de guerra, u otras crisis de otros tipos, y no alcanzo a que se me ocurra otra ocasión histórica parecida. Será la primera vez que vivamos una vida seminormal, pero sin bares. No me digan que el macro experimento social no está servido. En nuestras latitudes mediterráneas vivir sin restaurantes y bares es algo inimaginable. Quizás ustedes hayan tenido, como yo, la extraña sensación de viajar a otros países en los que cuesta encontrar bares por las calles, ausencia de terrazas, grandes hileras de edificios en calles sin un solo establecimiento. Pero esto a nosotros no nos pasa. Los bares son omnipresentes, tanto en el paisaje urbano como social. Toda calle, todo barrio, todo polígono industrial tiene sus sitios de café, cerveza y tapa. Hasta en los ínfimos pueblos de la España vaciada lo último que no hay, mucho después de la escuela, la farmacia o el puesto de la guardia civil, es un bar. Comprobaremos, entonces, que los bares son la columna vertebral de la cultura mediterránea. Sitios absolutamente imprescindibles para que las relaciones humanas funcionen y para que la calle sirva para algo más que para sostener los edificios. Locales donde el ocio, esa cosa tan importante y terapéutica para la moderna sociedad de las prisas, se manifiesta en su máxima expresión. Los bares son útiles, moderadores de las tensiones personales, espacios holísticos donde hablar de todo y no hablar de nada, pequeñas paradas en la vida cotidiana al hilo de un café con el periódico, lugares de encuentro sin los cuales nuestras ciudades y pueblos tendrían esa opresiva tristeza nórdica característica de los países noreuropeos. Sin duda la salud pública es asunto prioritario, o sea nada que decir ante ésta y cualquier otra medida que las autoridades sanitarias sugieran. Todo lo contrario: máxima comprensión y colaboración a la espera de la, con perdón, puta vacuna. Pero está claro que este suceso será de lo que más recordemos de la pandemia cuando termine, y si no al tiempo. Sociólogos, economistas y sicólogos de toda clase y condición harán estudios y tesis doctorales sobre el fenómeno. Si no entramos en confinamiento completo, al modo en que vivimos en marzo, el tiempo que dure el cierre hostelero será un tiempo raro, como vivir con un miembro amputado. Pero, en fin, paciencia, que de ésta también saldremos.