Las calles rectilíneas, grandes avenidas y plazas amplias, que conforman el paisaje familiar con el que nos encontramos a diario, se despueblan y parece que naciera una nueva España vacía. Se hace el silencio. Rige el toque de queda y el pulso natural de las cosas se detiene.

La enfermedad avanza. En casa reina preocupación por los frecuentes fallecimientos, por las alarmantes gráficas de contagios. La contención es difícil, no alcanzan manos ni medios. Las autoridades provocan muchas dudas. La ruina parece segura. El silencio atenaza a buenas personas con pensamientos de angustia. Preguntas sobre la espalda alada de los acontecimientos se suceden en alarmante procesión todas las noches.

Para ellas no hay respuesta: qué comeré, cómo me vestiré, cómo pagaré mis deudas, qué será de mis hijos. Estos son los afanes que impiden a los ojos rendirse ante un sueño reparador, cuando repentinamente, cobra vida una nueva amenaza. La despoblación de las calles era solo aparente. Se escuchan gritos, ruido de cristaleras acometidas furiosamente a patadas y golpes, explosiones de petardos. La calle ha sido conquistada por una plaga de aspecto humano, por una banda de enfurecidos hijos de la ira.

El estallido de luces blancas o rojas revela el uso de pirotecnia, contenedores y mobiliario urbano se convierten en un improvisado material para levantar barricadas que frenen a las primeras patrullas de policía, sorprenderlas y hasta rechazarlas con piedras y adoquines. En el tumulto hay quienes lanzan consignas, gritos de guerra que supuestamente invocan libertad, democracia y derechos perdidos; pero que son en realidad la señal esperada para el asalto de negocios y comercios. Choques, escaramuzas, o cargas de mayor intensidad se suceden.

Las horas del toque de queda no son pacíficas ni tranquilas. Los mensajeros del miedo lanzan sus ataques en la oscuridad. Como todo ejército, ellos también tienen su infantería de a pie. Surge de la ira y la desesperación, el rencor es su caldo de cultivo, y completan sus cuadros con profesionales del estrago, fogueados en mil batallas. Su dominio de las calles es fugaz, pero extienden el terror como espectros.

En adelante costará encontrar aquella serenidad de primavera. Desde los balcones no se aplaude, no llegan nuevos dibujos infantiles con mensajes de esperanza, ya no se piensa que ´todo saldrá bien´. Solo queda una mirada atónita, desde el balcón al abismo. Y la conciencia inquietante de que el abismo nos ha devuelto la mirada.