El mundo se acaba, como diría Castells, ministro de Universidades, pero al menos que el final nos pille bebiendo champán. Eso tuvo que pensar Fernando López Miras, en otro tiempo político de pueblo que no ha sido capaz de ganar unas elecciones, codeándose con lo más distinguido de nuestra putrefacta clase política. A él le tocó sentarse al lado de Dolores Delgado, una mesa en donde lo de menos era el coronavirus.

Esta es la clase política que tenemos. Al claro, sin metáforas ni cosmética. La semana en la que se impone el toque de queda, por más que los malabaristas a sueldo del Gobierno se empeñen en llamarlo «reducción de movilidad en horario nocturno», se reúne en un salón de Madrid lo más nutrido de nuestra sociedad: políticos a izquierda y derecha, de centro (pero sin mascarilla), empresarios y periodistas, afamadas figuras de incólume presencia que nos exigen esfuerzos para superar al virus pero que extienden con su gestión el pánico, la devastación de la economía y las ganas de no confiar más en la política. Que a estas alturas de la vida el ciudadano piense que la carga viral de su clase política es más peligrosa que la enfermedad en sí tampoco es una hipérbole.

La semana pasada se aprobó en el Congreso implementar durante los próximos seis meses el Estado de Alarma, con un control parlamentario exiguo. Nunca en la cuarentona democracia un político había llegado a tanto. Sánchez se muestra desbocado y camina por las instituciones como el caballo de Atila, pisándolas tan fuerte que no crecerá nada después. Ni siquiera asistió a la sesión plenaria para debatir la conveniencia de tal Estado de Alarma. El señor presidente escuchó el discurso de Salvador Illa, en su vena más sentimental que gestora, porque es mas fácil llorar que gobernar, y se levantó impertérrito cuando se disponía a hablar el resto de los grupos de la oposición. Un hecho demencial en el peor momento posible. Veremos hasta dónde están dispuestos a justificar los militantes y medios de comunicación afines al PSOE estos atropellos.

El mercadeo con el que se ha tratado un tema tan delicado como la privación de libertad a 47 millones de ciudadanos causa estupor. Sánchez puso encima de la mesa no acudir ni una sola vez a defender el Estado de Alarma. Los ‘preparadísimos’ políticos de la oposición han conseguido que acuda dos veces.

¿Cuánta gente morirá durante todo este tiempo hasta que su señoría vuelva a tomar la palabra en el Congreso? Si el Gobierno ha demostrado no saber lo que sucederá en las próximas horas, cómo se atreve Sanchez a extender durante medio año una medida tan excepcional Tras seis meses de pandemia, el panorama es desolador. El Gobierno ha sufrido las transformaciones patológicas de un desquiciado: primero negó el virus hasta el momento en el que las ministras tomaban el taxi a casa tras la manifestación del 8-M; luego estigmatizó las mascarillas, «porque la ciencia no las recomendaba» (en realidad no las tenían); después fue engañado en la compra de material en China, y a esta lista de ridiculeces se suma el comité de expertos fantasmagórico, el lavado de manos estival y el «saldremos más fuertes».

Pero no, no saldremos más fuertes. Saldremos más pobres y más enfadados. Pero sobre todo, muchos saldrán huérfanos.

¿Y cuál es el papel de la oposición en todo este sainete? Ciudadanos anda buscando el mapa del tesoro que lo lleve directamente hacia el electorado, ese que los abandonó hace un año y que no volverá. Pero tras las acciones de las últimas semanas el camino tomado no les llevará hacia las urnas, sino al cementerio electoral. ¿Cómo es posible que el partido de Arrimadas apruebe un Estado de Alarma de seis meses con un control tan superficial? ¿Dónde ha quedado el partido de la razón y no de los cálculos electorales? Ciudadanos está adquiriendo cada vez más el perfil de aquella moribunda UCD, pero sin el brillo que ese partido tuvo a finales de los setenta. Que tengan que soportar los improperios de Echenique tras votarles lo querido es la peor humillación posible. No solo para los diputados del partido, cuyo sueldo recibirán puntual, íntegro y aumentado, sino para sus votantes, que un día creyeron en una España mejor pero comprueban que lo único que ha mejorado ha sido la vida de sus diputados.

¿Y la abstención del PP? ¿Cómo se puede abstener un partido y a los pocos minutos informar que lo denunciará en la UE? Tal vez deba ser la famosa moderación que ahora practica Casado. Una moderación que no es más que mediocridad, como un animal asustado en medio de una carretera, cegado por los faros de los coches. El PP no sabe hacia dónde va, temiendo ser arrollado por la fanfarria de Vox. Hoy más que nunca, el votante de derechas está huérfano de ideas y de partidos. Y con el peor Gobierno posible.

Porque, queridos lectores, nos vamos a la deriva. No somos el barco que se hunde, sino los náufragos que se agarran como pueden a los trozos de madera que ha devuelto el mar. Mientras nuestros políticos siguen con el champán decimonónico en salones dorados, los padres no pueden ver a sus hijos porque viven en comunidades distintas. Las imágenes de Salvador Illa, ministro en apuros, junto a tantos otros policastros de nuestra época, como Martínez Almeida (el político que tenía cabeza, decían) desprenden un aroma versallesco. Recuerda aquella escena en la que el pueblo de París pasaba hambre mientras Luis XVI y su corte se atiborraban de pasteles y escuchaban conciertos de violín. Hasta tenemos una María Antonieta asomándose por la ventana y poniendo una mueca de asco al ver el rostro del populacho, pero a golpe de tuit feminista.

Ahora, sin tiempo para protestar, sin espacio en una calle que huele a confinamiento, los españoles nos resignamos a aguantar lo que nos cae encima. La pandemia y la clase política, que viraliza aún más sus efectos funestos. Al menos, espero que el señor López Miras hiciese buenos amigos en la cena de Pedro J. Los va a necesitar cuando la gente se dé cuenta de que para comer pasteles primero hay que tener harina.