Hay una especie de creyentes que abunda en nuestros lares peninsulares y sobreabunda en el mester de clerecía especialmente. Se trata de un grupo amplio inmune a la lógica humana y a la aristotélica incluso. Son capaces de afirmar la indefectible infalibilidad del pontífice, a condición de que el susodicho pontifique aquello que a ellos les parece idóneo. Han puesto en su altar particular hasta la más nimia expresión de algún Papa pretérito, extendiendo la infalibilidad más allá de los límites impuestos por el perverso dogma: cuando el Papa habla ex cathedra en cuestiones de fe y costumbres, para llevar esa infalibilidad hasta la misma constitución de la Iglesia y las estructuras inveteradas que quieren sostener a toda costa.

En un alarde de imaginación teológica, sugieren que cae bajo la infalibilidad papal cualquier documento en el que su pontífice haya negado la posibilidad de acceso de la mujer al sacerdocio, el matrimonio de los varones sacerdotes o la estructura clerical de la Iglesia. Creen que la infalibilidad adorna aquellas expresiones, mientras niegan que exista en manifestaciones más recientes del actual sucesor de Pedro, como la necesidad de dar cobertura legal a las uniones homosexuales.

Ni unas ni otras expresiones están amparadas por la infalibilidad pontificia. Cuando Pío IX se empeñó en que un concilio (no deja de ser paradójico que la infalibilidad pontificia la deba aprobar un concilio) definiera la infalibilidad lo hizo empujado más por el miedo a perder las posesiones eclesiales que por cuestiones meramente dogmáticas. Pío IX estaba encerrado en el Vaticano, con las tropas italianas amenazando sus posesiones. Creyó que elevando su posición a rango casi divino obtendría una victoria que consolidara un poder tambaleante, pero lo único que consiguió fue el encastillamiento de una parte importante de la Iglesia en un modelo muerto hacía tiempo. La Iglesia de cristiandad tocaba a su fin y la declaración de la infalibilidad pontificia fue su canto del cisne.

Del mismo modo, en estos tiempos, el recurso que algunos realizan a la infalibilidad para negar la posibilidad de cambios en la Iglesia está destinado al fracaso. La Iglesia de cristiandad murió, pero su espectro sigue vivo en los planes pastorales, en la mal llamada vida sacramental y en las estructuras que sostienen, a modo de esqueletos inermes, cuerpos vacíos.

Novenas, procesiones o peregrinaciones persistirán muchos años, pero lo harán como espectros de un pasado que se resiste a desaparecer y dar paso a algo nuevo. La verdadera infalibilidad está en arraigarse en el Evangelio de la pobreza, la misericordia y el compromiso con la justicia, siendo una Iglesia samaritana, en la línea de la propuesta de Fratelli Tutti, una Iglesia en salida a las periferias de un mundo que espera necesita la manifestación de los hijos de Dios, no la soberbia de quienes se creen en posesión de la verdad.