Puede resistir la democracia moderna más antigua del planeta y líder del mundo occidental cuatro años de un presidente zafio, narcisista, racista, xenófobo y con los peores instintos antiliberales que se han conocido en un presidente de esa gran nación en toda su historia? Pues, a tenor de lo que vemos, parece ser que sí.

En gran parte esa resiliencia se debe al entramado institucional que los padres fundadores armaron con vistas al desenvolvimiento constitucional del país, con su a veces disfuncional sistema de 'checks and balances' (controles y equilibrios), que ha impedido que el presidente pinocho ejerciera los amplios poderes que detenta por su cargo para arruinar de forma irreversible el futuro de Estados Unidos. Obviamente un presidente que ha alentado los peores instintos de los supremacistas blancos dándoles repetidas veces cobertura moral y que se ha puesto al frente de teorías conspiranoicas que le presentan como el providencial azote bíblico que lidera la lucha contra un círculo de pederastas encabezado por nada menos que Hillary Clinton, dejará un impacto indeleble en la historia de Estados Unidos, o al menos en sus películas de Hollywood y en los libros de historia.

Nada en este aspecto que no se pueda revertir con un período presidencial de alguien simplemente de carácter normal y mente razonablemente equilibrada como Joe Biden. De hecho, el impacto más duradero sin duda para el país provendrá de la desregulación salvaje de la legislación medioambiental para favorecer a la industria del carbón, del fracking y de la extracción de petróleo, situada normalmente en los estados que le dieron la victoria en 2016. Mientras que el mundo camina hacia una economía descarbonizada (incluso China y Japón, siguiendo la estela de Europa, se han comprometido al incremento cero de las emisiones a partir del 2050), la industria energética norteamericana tiene permiso para redoblar sus emisiones de carbono en los próximos años debido a la relajación de su normativa medioambiental. Y eso se podrá intentar corregir con una presidencia de Biden, pero no dejará de ser una apuesta de futuro, cuando el proceso de cambio climático sea ya prácticamente irreversible según la ciencia aceptada. Otra cosa serán las decisiones que tomen a corto plazo las propias empresas energéticas, cada vez más concienciadas de que la descarbonización es una apuesta por su propia supervivencia como negocios rentables.

Otra cosa también es si las instituciones del mundo libre resistirían un segundo mandato de Donald Trump, el presidente más nacionalista y aislacionista de la historia de Estados Unidos. En estos cuatro años, Trump ha socavado a conciencia el entramado global institucional impulsado por Estados Unidos tras la Segunda Guerra Mundial y que, según amigos y enemigos a la par, ha ayudado a mantener una hegemonía imperial norteamericana relativamente contenida y benigna de los que se ha beneficiado el mundo en general y Europa en particular. Incluso fenómenos como la Unión Europea o la reunificación alemana fueron favorecidos por sucesivos presidentes norteamericanos, que no tuvieron en cuenta la posibilidad de que los europeos se convirtieran en un contrapoder al de los Estados Unidos que eventualmente se volviera en su contra. No es así en el caso de Donald Trump, que como fin de fiesta de su campaña electoral ha incorporado al payaso británico Nigel Farage, conocido por tener una gran responsabilidad en el triunfo de los partidarios del Brexit en el aciago referendum de 2016, promovido por el estúpido primer ministro británico David Cameron en un acto lamentable de soberbia ignorante.

Mientras que pasea a su perro faldero, Donald Trump se apresta a su asalto final a la unidad europea a través de la cuña antiliberal representada por el grupo de Visegrado (Polonia, Hungría, Eslovaquia y Chequia), con vistas a debilitar la Unión, que los Trump y Farage contemplan como un instrumento al servicio de la hegemonía creciente en todos los frentes, aunque de forma tímida y silenciosa, de la Alemania reunificada y empoderada. También dependerá de la victoria de un presidente que devuelva la normalidad a las relaciones entre los aliados occidentales que los británicos vuelven al redil de una mayor integración económica (no la política, que ya es imposible) en el mercado único y en la Unión Aduanera. De hecho, probablemente los británicos están alargando el cierre de la negociación con Europa hasta saber seguro si triunfará Trump o Biden, y a partir de ahí adoptar una postura u otra. Así de cerca nos toca el posible resultado de las elecciones a celebrar este próximo martes, el primero después del primer lunes del mes de noviembre, como marca la ancestral normativa para las elecciones norteamericanas que se respeta escrupulosamente y que permite prever cuándo serán las elecciones presidenciales del futuro, excepto fuerza mayor (como pudiera haber sido hipotéticamente esta pandemia).

Eso en cuanto al nefasto instinto nacionalista de Donald Trump, que tan solo ha contribuido a humillar a sus aliados dando soporte al autoritarismo y a los instintos bélicos de Vladimir Putin, por ahora el mayor enemigo declarado de Occidente al que Trump ha demostrado un nivel asombroso de sumisión. Un sometimiento a Putin cuya única explicación racional es que esté atado a sus dictados por material comprometedor. Y no se trata de una teoría conspiranoica, sino de informes serios emitidos por los servicios secretos de Estados Unidos y el Reino Unido que llegaron hace tiemapo a esa misma conclusión. No hay otra forma de entender que Trump haya expresado reiteradamente que confía más en la palabra de Putin que en la de sus servicios de investigación, que haya dejado sin castigo ni censura las recompensas prometidas a los soldados del Ejército ruso por la muerte de combatientes norteamericanos en Siria, o la dejación de responsabilidades en beneficio de la influencia rusa en Oriente Medio en general y en Siria en particular.

Precisamente ese instinto aislacionista demostrado en Siria, Irak, Libia o recientemente Afganistán, es el que le ha proporcionado las escasas satisfacciones y alabanzas generalizadas por parte de todo el mundo en la política exterior de Trump: los tratados de paz firmados o en marcha entre Israel y varias naciones árabes. Confrontados con la realidad de unos Estados Unidos en rápido repliegue en Oriente Medio, varios países árabes han redescubierto el viejo principio de 'el enemigo de mi enemigo es mi amigo', y han tirado por la borda décadas de retórica (desmentida muchas veces por la realidad de las relaciones de facto) antijudía y propalestina y se han echado en brazos del que puede ser su gran protector frente al aumento de la influencia y el activismo de los iraníes. De hecho, hay tanto en juego, que no creo que pueda dormir la noche de este martes.

Y, por si acaso cae la breva en forma de derrota de Trump, he puesto una botella del mejor cava a enfriar.