El abrir los libros de Castillo-Navarro el lector percibe un aroma de tiempo detenido. Son novelas de páginas desgastadas, amarillentas, publicadas en editoriales que ya han pasado a mejor vida. Nos hablan de un mundo sepultado, de librería de viejo. Escritores apurados por la censura, que en pocas palabras dijeron todo lo que se tenía que decir sobre una época difícil. Libros que inspiran dignidad, mucha más dignidad que lectores. Paso la punta de los dedos sobre una novela en concreto. Su portada es humilde, hecha de pasta dura y rematada por una ilustración simbólica. Representa a una muchedumbre queriendo repetir el viejo vicio de los españoles que tan bien pintara Goya en su Duelo a garrotazos: dos hombres matándose dentro de un sol. Ocurrió en septiembre.

Este libro es especial, sobre todo para quienes conocimos a Castillo-Navarro, aunque fuese en la distancia y con el respeto que a toda mi generación nos producía. Lo veíamos a menudo pasear por Lorca, en el bar Nogalte, y nuestros padres nos decían, casi en un susurro, que aquel señor mayor había sido un escritor muy importante. La vida está llena de matices y todo se encierra en la constancia de los tiempos verbales. Salvo por una elegancia extravagante en el vestir, no se distinguía en nada del resto de los mortales. ¿Por qué ya había dejado de escribir? En efecto, conocíamos al lorquino cotidiano, el azul y polémico, pero no al novelista que llegó a poner Barcelona a sus pies y que dejó de escribir tras una noche en el Ritz del año 58.

Esta semana ha muerto en Lorca a los 92 años de edad. El ser humano es oportunista pero venera la memoria. En su ciudad la gente revisa las estanterías y desempolva los ejemplares que acaso conserva. Fue un escritor que alcanzó la fama cuando comprar libros era un lujo de enfermedad burguesa, un capricho al que la mayoría no podía acceder. Pero son muy pocos los que lo han leído, y lejos de la Región de Murcia su nombre se dispersa entre la multitud de escritores que un día desfilaron por la alfombra del éxito, pero que no se quedaron mucho tiempo en ella.

Castillo-Navarro dejó de escribir a principios de los años sesenta, precisamente cuando mejor situado estaba en el panorama literario. Es un silencio que en Lorca nunca se cuestionó. La ciudad acogió a un hombre intelectualmente brillante con ideas innovadoras que venía a dedicarse en cuerpo y alma a engrandecerla, a veces con excesos de personalismo. Pero sus ciudadanos poco sabían de lo que había logrado en Cataluña y de los motivos por los que había abandonado su proyección literaria. Ganaron un intelectual entre bachilleres. No sabían que estaban perdiendo un escritor.

Acercarse al novelista es complejo. Su vida se llena de sombras. Sus amigos responden al teléfono y las anécdotas se multiplican. Pero es precisamente la etapa de Barcelona la que más silencios genera. «A Castillo no le gustaba hablar de esos tiempos». «Lo trataron muy mal allí». «Algo pasó con sus libros». Él mismo nunca quiso aclarar lo que había sucedido, ni siquiera a su círculo más cercano. Pero el sacrificio en el mundo de los hombres nunca es gratuito y un escritor no deja de publicar de la noche a la mañana. Sucedió en 1958, le acababan de comunicar que había ganado el Premio Planeta. Por fin había logrado hacerse un hueco en la República de las Letras.

Diez años antes había emigrado a Barcelona. La ciudad de aquellos años estaba por construir. Las barriadas de obreros crecían de forma trepidante y Castillo-Navarro trabajó incluso de peluquero para engañar al hambre. Pero escribe. Escribe de forma frenética, una novela tras otras, sin importar si son publicadas o no. En 1954 presenta su primera obra al premio Ciudad de Barcelona. Se trata de Caridad la Negra y en sus páginas se desangra la crudeza de una prostituta de Cartagena que él mismo conoció en los tiempos de la mili. Eran los años del realismo social, de Cela y Delibes, de Sender y Laforet, de la escritura dura y en voz baja, mucho más valiente que la escrita durante la Democracia. Castillo se queda en séptimo lugar. Pero al año siguiente lo vuelve a intentar. Escribe La sal viste de luto, y en esta ocasión queda finalista. Casi tocaba el éxito con la punta de los dedos.

Durante esos años, el escritor frecuenta las tertulias literarias. Entabla amistad con Mercedes Salisachs y Juan Antonio Samaranch. Conoce a Mario Lacruz, Enrique Badosa, Julio Manegat, Ignacio Agustí y a José Manuel Lara, fundador de la Editorial Planeta, un encuentro decisivo. En 1956 presenta Con la lengua fuera de nuevo al Ciudad de Barcelona y queda en tercer lugar. Pero persiste. Castillo sigue escribiendo. Será al año siguiente cuando se alce con el añorado galardón, por su novela Las uñas del miedo, de 1957.

Y llegó la noche que había estado esperándole toda su vida. El Premio Planeta de 1958 celebra su octava edición en el Hotel Ritz de Barcelona. Lara ha prometido a Castillo que pronto lo ganaría. El escritor lorquino ha presentado El grito de la paloma, una novela sobre la Guerra Civil que pretende ser leída «con espíritu de comprensión». Se suceden las llamadas. Castillo-Navarro se sabe ganador. Se lo han dicho. Esa noche se hará oficial. Llegó a Barcelona con apenas una maleta y en menos de diez años es el escritor más importante de todos. Al menos durante una noche. Pero el mundo cae a su alrededor y el parnaso se convierte en una ciudad quemada. El jurado decide otorgarle el premio a Andrés Bosch por La noche y Castillo-Navarro queda finalista. La decisión es justificada por la presión de la censura. «Demasiado comprometida para publicarse». Malos tiempos para escribir. El grito de la paloma no saldrá a la luz hasta que Franco agonice en una cama, con el título cambiado. Verá la luz primero en Francia, en 1963.

Es precisamente el libro que tengo entre las manos. Se llama El cansado sol de septiembre. Se trata de una primera edición de 1974. 16 años de silencio. Un ejemplar que ha sido abierto pocas veces y que leo ahora asumiendo la parte de vergüenza de quien espera a que el escritor muera para darle una oportunidad. Tras sus años en Barcelona, Castillo vivirá en Roma y seguirá publicando, cada vez con menos asiduidad, hasta que deje de aparecer en las librerías de España y se convierta en un hombre que un día fue escritor. Renunció a la vida en Barcelona, a los salones literarios, a los premios, que le habían esquivado en una cita suprema. Volvió a Lorca y en pocas ocasiones habló de lo sucedido en aquel hotel Ritz, salvo a ciertos amigos comunes y familiares míos con los cuales he conversado. Este artículo se debe a ellos. Aunque la muerte no repara al ser humano, al menos que salde su deuda con el escritor.