Ya sabemos qué significa, de ahora en adelante por tiempo indefinido, volver a vivir en un lugar donde sus habitantes solo pueden salir a la calle bajo ciertas condiciones, explícitamente dictadas por la ley.

Durante el día se difundirán mensajes insistentes sobre la necesaria higiene de manos, el distanciamiento físico entre personas y la omnipresencia de la mascarilla; reservando para el final, por redoblar fuerzas con insistencia, el mandamiento de no salir a los espacios públicos ni dejar los domicilios, de no abandonar la ciudad ni la provincia, más que habiendo causa justificada y necesaria. Cerrará la cohorte de tristes avisos la advertencia de no sobrepasar el número de personas que puedan reunirse en el mismo lugar.

El día fluirá taciturno enmarañándose entre estos lúgubres recordatorios hasta llegar a los aledaños de la hora nocturna cuando deba abandonarse la vía pública.

Poco antes del instante señalado, con aquella ineludible precisión de un hecho fijado por la superior autoridad del destino, un silencio sepulcral debe descender sobre la ciudad. El aire se volverá denso y la atmósfera irrespirable. Veremos que las persianas se bajarán, los transeúntes abandonarán a toda prisa terrazas y reuniones; semejantes a un torrente sanguíneo en plena hemorragia, será como si las calles se desangraran. Los últimos fugitivos lanzarán una fugaz mirada furtiva a la calle. Los valientes, como si fueran hampones de cine negro; los pusilánimes, tentándose las ropas para comprobar que no han sido convertidos en calabaza mientras escuchan tocar las campanas de una iglesia cuyo metal vibrará, sin interferencia de ningún otro sonido, impactante y nítido como nunca. Las puertas se cerrarán, quedará fuera el espacio perteneciente al virus.

Todo será silencio. Cierto, pero un silencio que no favorecerá el descanso reparador, ni siquiera de aquellos ajenos a los hábitos noctámbulos y acostumbrados a dormir antes de la medianoche. Todavía se escuchará un rugido de motores, probablemente provocado por esa ralea de valientes que antes y ahora han burlado la ley y los miedos de la buena gente para divertirse macabramente extendiendo el virus. No pegarán ojo quienes han estado gran parte del día en una habitación mísera y mal iluminada, tampoco quienes eluden a médicos y analíticas por temor a perder el único empleo que tienen.

Aquellos que deban apresurarse por llegar primero al banco de alimentos tampoco encontrarán sosiego durante la noche. Que allá donde reina excesivo silencio, la paz anda demasiado lejos.