Ya escribía la pasada semana que las primeras referencias históricas encontradas sobre el toque de queda datan del siglo primero del segundo milenio en tiempos del dominio normando de Inglaterra.

En 1068, el duque de Normandía y Rey de Inglaterra, Guillermo el Conquistador, impuso a los anglosajones el que se recluyeran en sus cabañas y apagaran las hogueras durante la noche, harto de los incendios que asolaban las ciudades.

Estos súbditos decían que era por descuido pero el monarca sospechaba que eran fuegos intencionados en protesta por la dominación extranjera.

Casi mil años después la medida se aplica entre nosotros como expiación de lo que provocan los que, sujetando el cubata, argumentan ignorancia o falta de mala intención cuando se pasan por el arco del triunfo la prevención de contagios.

Fruto de la falta de la disciplina social que debería imponerse por propia responsabilidad individual para atajar la pandemia, pagamos ahora el que nos metan en casa a la fuerza.

Tienen que controlar nuestras vidas porque hemos demostrado como sociedad que practicamos mucho el egocentrismo y el hedonismo pero muy poco la solidaridad y la empatía: eso de ponernos en el lugar del otro.

Del anciano confinado en la habitación extraña de una residencia sitiada por el coronavirus, sin otro entretenimiento que mirar la pared y contar las horas, por culpa de una desmadrada fiesta de despedida de soltera entre el personal que le atiende y que terminó con varios contagios asintomáticos.

En el del enfermo crónico que rehuye salir a la calle temeroso de tropezar con algún desenmascarado (qué ironía) que le arrebate su mermada salud.

En el del sanitario desbordado entre el estrés de horas de más y el riesgo de enfermar en un hospital atestado.

En el del hostelero o el comerciante que sufre todavía más en su bolsillo el Estado de Alarma y el desánimo colectivo que lo impregna.

Falta ver a la familia Telerín cantar el «vamos a la cama» y escuchar en las calles la sirena antiaérea como se hace en las de Francia los primeros miércoles de mes a mediodía. Pero no para recordarnos los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial sino para fustigarnos por lo mal que lo hacemos como colectividad. Más que un toque de queda es un toque de reprobación general, esa que se suponía que teníamos y por la que hasta a los murcianos nos dio el Gobierno de López Miras una Medalla de Oro.