John fue un triunfador en los negocios y un conquistador de mujeres. Ahora, en la mitad de la vida, sus días han adoptado un tono letárgico. Las horas transcurren con la plácida apatía de quien no ha de trabajar para vivir; los años se deslizan sin que encuentre el ánimo para fundar una familia. Su última novia, Cherry, lo abandona, hastiada del horror al compromiso que le impide dar pasos decididos en la vida en pareja. «Soy como una amante para ti», le dice, «con la peculiaridad de que ni siquiera estás casado». John es un soltero vocacional, un polígamo en serie, un don Juan caduco. Cherry es un dechado de virtudes, pero tampoco ella ha conseguido doblegar ese espíritu entre indolente y libérrimo.

El día que Cherry abandona la casa, John recibe una carta, escrita en tinta rosa y sobre papel rosa. La remitente, que no se identifica, tiene una noticia que darle. Tras una breve relación, quedó encinta. El fruto de esa relación ha cumplido ahora diecinueve años. El hijo, dice la carta, ha emprendido un misterioso viaje; la madre sospecha que ha marchado en busca de su padre, del que apenas nada le ha contado. Con la ayuda de un amigo dado a las aventuras detectivescas, dan comienzo las pesquisas. John hace memoria y elabora una lista de las candidatas. El amigo se permite unas investigaciones y, en base a ellas, lanza a John a un viaje peculiar. Un viaje al pasado. John visitará a cada una de esas mujeres. Una de ellas es propietaria de una máquina de escribir con tinta rosa y tiene en casa papel rosa. Y, además, es madre de su hijo.

La película, Flores rotas, de Jim Jarmush, conforma una reflexión sobre nuestro pasado. Sobre la doble faz del pasado. Por un lado, la conveniencia de dejarlo en paz. Por otro, la incómoda constatación de que dejarlo en paz no implica que él nos devuelva el favor. Queremos olvidar mucho de nuestro pasado, pero se nos han adherido al alma como el musgo a la roca. El pasado es un ser ambivalente: vivo y muerto a la vez, enclenque y vigoroso a un tiempo, marchito y lozano simultáneamente. Es nuestro gato de Schrödinger emocional. Y la responsabilidad, claro. La vida no es un confesionario cristiano: el sincero arrepentimiento no neutraliza el pecado. Las consecuencias de nuestros actos nos tienen cogidos por los pelos.

John encuentra a las mujeres de su lista y realiza las visitas correspondientes. Los reencuentros con los personajes de nuestro pasado conforman algunos de los hechos más melancólicos de nuestras biografías. Y no por eso de que quienes se reencuentran son personas diferentes de quienes en su día se encontraron. No, no por aquello que dijo el poeta: «Nosotros, los de entonces, no somos los mismos». Sí que lo somos. Nadie cambia sustancialmente. Somos los mismos, pero resabiados, escarmentados, macilentos. Nuestro cuerpo es el mismo, pero encanecido, arrugado, debilitado.

Ya no hay en esas mujeres ni la sombra del desparpajo de la juventud, han perdido aquella lozanía incandescente en su espíritu. Físicamente, eso sí, más de una conserva intactos los antiguos encantos; basta decir que la primera dama visitada es la explosiva Sharon Stone. El tiempo no ha sido tampoco indulgente con cualesquiera fueran los primores de juventud de John. Un Bill Murray en su comedimiento habitual aparece como un hombre fatigado, de desatada alopecia, tirando a fondón. Dicen quienes entienden de cine que Murray es el único actor capaz de embrujar una cámara sin hacer absolutamente nada.

De todo hay en ese ramillete de mujeres, porque, según pasan los años, de todo vamos guardando en el armario desaliñado de nuestra vida remota. Las biografías se escriben con renglones torcidos. El viaje lleva a John a barrios residenciales de clase acomodada, a las covachas de los marginados, a un cementerio. Hay algo inquietante en visitar nuestro pasado: es también visitar nuestro futuro, el futuro que podría haber sido y nunca fue.

Entre John y alguna de esas mujeres flota aún un aire electrizado. Algunas personas han pasado a la historia arrumbada de nuestra existencia, pero han dejado una fragancia dulce. En la íntima lectura mental de nuestros recuerdos, entendemos que ocupen un lugar destacado. Nos congratula, incluso. Con otras sucede lo contrario: nos cuesta asumir que les brindáramos un papel protagonista en nuestro escenario existencial. Una de las mujeres visitadas se muestra patentemente incómoda por la inopinada visita y de John ya solo desea que regrese a las catacumbas del olvido.

John vislumbra en alguna casa una máquina de escribir rosa. Papel rosa en otra. Aunque ninguna de las candidatas parece ser madre de un posible hijo de John. ¿Habrá sido todo una añagaza de Cherry? Lo mejor será volver con ella.

Lo demás son flores rotas.