Es muy extraña la conversión a las tesis keynesianas de la canciller Angela Merkel, que sorprendentemente aceptó y puso todo su liderazgo al servicio de un paquete de estímulo a las economías europeas a costa del presupuesto común por nada más y nada menos que 740.000 millones de euros. Es tanto dinero que incluso el Gobierno de Pedro Sánchez, o más bien podríamos decir la facción liberal y socialdemócrata de su Gobierno, se niega de momento a pedir prestado el 50% de la cantidad que nos toca y que se articularía en forma de créditos largo plazo.

Fue el mismo Sánchez el que habló de un Plan Marshall para Europa en el que probablemente él tuviera menos fe que ninguno de los políticos europeos. Pero hete aquí que fue la Merkel, en contra de la imagen de austericida que se ganó a pulso durante la anterior crisis, la que se puso al frente de la manifestación y aplastó literalmente las quejas de los países 'frugales', siempre desconfiados en que los pedigüeños del Sur de Europa dilapidemos en putas y fiestas el dinero que a ellos tanto les cuesta ganar con su honesto trabajo, como si en Amsterdam no hubiera putas y drogas a tutiplén. Siempre al cuento de la cigarra y la hormiga.

No es que sea yo muy partidario del gasto público, los estímulos salvajes a la demanda y el dinero barato, las tres características que a lo bruto distinguen las teorías de Keynes de la teoría económica clásica del laissez-faire de Adam Smith y su versión contemporánea formulada inicialmente por Friederik Hayek y reforzada con la artillería pesada de las teorías monetaristas por la Escuela de Chicago, con Milton Friedman a la cabeza. Por cierto, no ha podido ser más oportuna la publicación de una biografía omnicomprensiva de la vida y del pensamiento de Jhon Maynard Keynes, escrita de forma brillante por Zachary Carter con el sugestivo título de The Price of Peace: Money, Democracy and the life of Jhon Maynard Keynes, que, de momento, no cuenta con una versión en español.

Y es oportuna porque, con el estímulo que se avecina, se podrá comprobar si Angela Merkel y los frugales se equivocaron de parte a parte imponiendo políticas deflacionarias y recortes del gasto público a los países más débiles del euro durante los años de la Gran Crisis. Esas políticas, aparte de provocar enormes protestas sociales en los países del Sur y permitir el ascenso de los populismos de izquierda en España y Grecia, estuvo a punto de liquidar el proyecto de la moneda única, que al final hubiera supuesto la destrucción de la Unión Europea tal como la conocemos, para regocijo de los ultranacionalistas británicos y americanos.

Lo cual hubiera supuesto, al fin y al cabo, el principio del fin del mayor período de paz y progreso que ha conocido Europa, y de paso el mundo, en la historia contemporánea. Este período habría durado setenta años, tres décadas más que el período que va desde la derrota del imperio napoleónico por parte de Prusia hasta la Primera Guerra Mundial. Fue precisamente Keynes quien denunció los excesos de las reparaciones exigidas a Alemania en un famoso libro, Consecuencias Económicas de la Paz, que le consagró como un analista político y un economista visionario porque predijo exactamente lo que iba a pasar a continuación: la ruina de los derrotados, la hiperinflación, seguida por el ascenso del populismo y las nuevas amenazas de a la paz. En definitiva, la historia de Alemania en el período que pasó entre la humillante paz de la Primera Guerra Mundial y el inicio de un nuevo conflicto en Europa.

Y es que J. Maynard Keynes nunca separó sus teorías económicas de una amplísima visión del mundo, de la política en general, de la cultura de su tiempo y de la naturaleza humana en particular. Keynes fue un humanista y un intelectual que se desarrolló dentro del selecto grupo de Bloombury, junto con la escritora Virginia Woolf o el pintor Duncan Grant como compañeros de tertulias interminables e incluso juegos sexuales en el que el joven Keynes nunca tuvo reparos en liarse con amantes de uno u otro sexo. Su madurez personal y política se forjó en puestos oficiales al servicio del Gobierno británico durante la primera gran guerra, a lo que siguió una carrera universitaria más que brillante como profesor en Cambridge. Y eso mientras daba a luz una serie de libros en los que se trataba de temas específicos que en su madurez se integraron como piezas de un ambicioso puzle en forma de la Teoría General del Empleo, el Interés y el Dinero.

El papel que lo convirtió en el intelectual más influyente en la economía y en la sociedad del siglo XX, se le otorgó la Administración de Franklin Delano Roosvelt implementando sus políticas de estímulo de la demanda y también permitiéndole una participación estelar en la Conferencia de Bretton Woods, en la que se crearon las bases y las instituciones como el FMI o el Banco Mundial que han dado soporte a estos setenta años de paz y prosperidad.

Fue sin duda el keynesianismo en su versión más moderada, representada por economistas de la escuela de Paul Samuelson, los que permitieron reaccionar a la crisis financiera de 2009 en Estados Unidos con un estímulo keynesiano de 700.000 millones de dólares, de los que Barack Obama dispuso al inicio de su presidencia para evitar el colapso económico del país. Al contrario que la Europa de Merkel, todavía apegada a las teorías de la escuela austríaca, defensora a ultranza de los presupuestos equilibrados, de utilizar el desempleo como factor deflacionario de la economía y del aumento de las exportaciones como estímulo a la recuperación, como vimos en el caso de España, Portugal, Italia y, sobre todo, Grecia.

De hecho, las economías de estos países salieron mucho más competitivas y saneadas de la Gran Crisis, pero a costa de enormes sufrimientos que ahora no parecen ser necesarios.

Probablemente, en esta ocasión, Angela Merkel, con unas instituciones europeas mucho más coherentes después de la salida de los siempre problemáticos británicos, haya reflexionado sobre la más famosa y enigmática frase de Keynes, que a la pregunta de un asistente a una de sus conferencias sobre los efectos inflacionarios a largo plazo del gasto público y una política de bajos tipos de interés, respondió: «A largo plazo, todos muertos».