Ha tenido que llegar una moción de censura para que nos diésemos cuenta, con luz, taquígrafos y lecturas varias, que nuestro gran macho alfa de la extrema derecha da de sí lo que da de sí. En general, lo que ofrece esa generación de políticos que acaba de cumplir poco más de los cuarenta y que parece que antes que ellos nunca hubo nada que mereciera la pena. Incluso, algunos ni alcanzada esa edad, como nuestro querido Teo García Egea, con modos y maneras que más parecen las de un procurador de las Cortes franquistas que de un treintañero como recuerdan sus biografías.

Al bravucón de Santiago Abascal solo le bastó que le recordaran que vive de la política desde niño, criado en las faldas del PP de José María Aznar y de Esperanza Aguirre, para quedar tocado y confesar que no se lo esperaba. Así se lo pagan a él y a los suyos, que les han permitido seguir gobernando en Madrid y Murcia, y ayudó lo suyo para el cambio en Al-Ándalus. No olvidemos, sin embargo, sus éxitos ideológicos en colocar en la agenda pública los debates del pin parental, el racismo y la xenofobia contra los menas, el virus chino, el chip de George Soros y Bill Gates, y qué me dicen de la falsa polémica sobre los okupas y compañía. Temas de agenda que suenan al del muro de Trump de hace cuatro años y a las mentiras continuas que han seguido, en su mayoría, alimentando vacíos argumentarios e inexistentes conflictos.

Mientras acontece ese devenir entre salones repletos de palabras vacías y problemas irreales, hay otro mundo de los héroes anónimos que dedican cada minuto del día a combatir la soledad. Son figuras que se emplean en arrimar el hombro con el de al lado, que trabajan calladamente sin tener la necesidad de justificar a cada momento lo que hacen y, sobre todo, que no reniegan de lo que les toca vivir. No culpan a nadie, ni buscan excusas.

Permítanme que tenga muy presentes a aquellos hombres que cuidan a sus parejas. A personas como Diego, Paco Espín o Antonio Moreno, quienes dedican las veinticuatro horas del día a sus compañeras de fatigas, a Mari Loli, Mari Carmen o Huertas, compañeras de vida y que cada jornada hacen palpable el milagro de estar siempre ahí frente a la enfermedad. Como muchos otros cuidadores, conocen bien el rostro de la esclerosis múltiple, el párkinson, la fibromialgia o el alzhéimer, por citar algunas de esas dolencias que afectan a quienes un día se enlazaron con ellos «en la salud y en la enfermedad».

Qué les voy a contar yo a ustedes, especialmente a las miles de mujeres que atienden a sus madres, a sus tías, a sus hijos y a sus maridos dependientes. La economía de los cuidados es una de las muchas asignaturas pendientes que tenemos en la agenda pública. No entra en juego, estoy seguro, porque quienes manejan el orden de prioridades son varones y mientras no se le mira de frente a esta realidad son ellas las que cargan con el mayor peso del asunto. Por eso me conmoví el otro día al escuchar a Diego, en una íntima celebración de cuarenta años de matrimonio, que cuidar a Mari Loli le había supuesto la mayor manifestación de amor que en toda su vida podría alcanzar. O cuando veo cogidos de la mano a esa pareja que recorre de paseo media Murcia para mantener la agilidad de un cuerpo golpeado en su sistema nervioso o frente a quien empuja una silla de ruedas para encontrarse con otros, celebrar la vida, la fe o compartir mil y una movilizaciones de causas nunca perdidas.

Cuidar a otros es cuidarnos a nosotros mismos, a nuestro entorno, a quien nos ha tocado en suerte, a quienes hemos escogido, a quienes hemos creado o a quienes debemos agradecimiento por estar aquí. Estos sí son los verdaderos héroes, titanes de los cuidados. Merecidos ídolos a los que emular.