Cuando Mariano José de Larra se suicidó de un disparo en la cabeza, a la edad de veintisiete años, lo habría hecho, según se cuenta, delante de un espejo. Aquel que tantas veces capturó el instante verdadero entre imágenes fugaces, detrás del entramado de hilos que formaban los tapices de la realidad cotidiana con la cual poblaba sus artículos; quien fuera el gran cronista de la vida diaria, revelaba con este hecho el intento por lanzar una mirada más allá del velo de la muerte, de recibir una última visión cuando el brillo de la detonación seguido por el sonido de la explosión hubiera lanzado el proyectil, fatalmente, hacia la sien.

Así demostraba que poseía la natural curiosidad del escritor, del narrador y del espectador de la existencia humana no solo hasta el momento final, sino hasta el minuto siguiente después del final. La contemplación de la muerte ante el espejo, provocada por propia mano, perseguía la captación del instante más allá de todo límite, aunque hubiera de ser sólo algo tan leve, tan fugaz, que hasta pudiéramos dudar de la existencia de una minúscula porción de tiempo, tan efímera como pueda serlo el destello de un reflejo en las oscuras regiones de la muerte.

Así este cronista de la vida quiso lanzar su mirada, aunque fuera por un segundo, más allá del último paso dado y verse convertido en una historia pretérita, perfecta y acabada; es decir, en puro arte funerario, en una escultura de carne muerta esculpida para adornar el panteón de un escritor suicida. Hacía ver que incluso en circunstancias tan dramáticas no dejaba de querer seguir contemplando el entramado de las cosas y llevarse para sí la verdad del último grano de arena, sin que esta vez necesitara narrarlo, exponerlo o publicarlo en el papel, pero dejando para la posteridad la imagen imborrable un cadáver tendido en el suelo, con una pistola en la mano frente a un espejo que se guardaba para sí, como si fuera un ojo mágico y malvado, el suspiro final del escritor. Sabía que su hija Adela, de corta edad, se encontraba en la casa y que probablemente hallaría el cuerpo, añadiendo al cuadro un punto máximo de dolor y desgarro.

Esta puesta en escena hemos de leerla en realidad como el último acto exhibicionista de una personalidad excesiva, incapaz de ser contenida en los límites convencionales de las relaciones humanas, desordenada y tumultuosa. Era sin duda el último texto del gran periodista, su último artículo de costumbres, no escrito con tinta fresca sino con sangre aún caliente. Texto no destinado a la fantasía del lector, sino a ilustrar la realidad misma de la que ningún espectador podría escapar gracias a la presencia de objetos, reales y palpables, tirados sobre el suelo: un cadáver, una pistola, sangre.

El ansia de aniquilación que porta todo ser humano es una pulsión tan antigua como el instinto que nos lleva a la búsqueda del placer y la huida del dolor. Que este impulso de destrucción de dirija contra nosotros mismos, en un acto que no deja de ser un fenómeno social al que llamamos suicido, no debería sorprendernos. Lo admirable es que además el suicida desee intervenir todavía más allá de ese instante. Es la carta de despedida, el mensaje destinado a los que quedan. Y si el homicida de sí mismo posee un poco de la madera con la que está hecho el artista, puede dejar una cumplida imagen final que condense en un segundo la vida entera de una persona, seleccionando con especial cuidado el sentido y el significado de aquellos últimos movimientos, la ropa que lleva, el lugar o el momento del día que se han elegido. En definitiva, el suicidio entendido como último, definitivo y superlativo acto estético. El verdadero elogio fúnebre, un discurso del que es autor el difunto mismo y que está más allá de las palabras.

La muerte de Larra fue, para muchos, un suicido romántico en el sentido corriente del término; pero quizá fuera ante todo un acto artístico y una soberbia manifestación de disconformidad frente a las catástrofes personales que sufría, y las intolerables presiones de su entorno contra el genio creativo. Así entró a formar parte de la estirpe de creadores agotados por la vida que se arrojaron en manos de nuestra hermana la muerte como un acto heroico de libertad, dejando el legado de una última rúbrica, un monumento prístino del mayor arte que fueron capaces de crear superando así, con su aniquilamiento físico, cuanto habían alcanzado antes. Como si hubiera sido poco todo aquello para lo que hasta entonces habían vivido.