Aquí donde ustedes me ven, yo he sido joven. Si me conocen en la actualidad, pueden pensar que soy un viejo profesor que además pinta y escribe. Pero, si me hubieran conocido cuando era un crío, habrían visto a un espécimen humano flaco como una espátula, con una cabeza de un tamaño considerable en proporción a mi escuálido cuerpo, ojeroso y con el rostro de una palidez que tiraba al verde. Cuando iba con mi madre por la calle y ella se encontraba con una amiga, siempre decían al verme: «Josefina, qué mal color tiene este chiquillo», a lo que ella respondía que era porque había pasado las «fiebres paratíficas», aunque luego me dijo una vecina que lo que yo había pasado era el tifus, pero esa enfermedad estaba mal vista y mi madre disimulaba. De todos modos, no llamaba mucho la atención, porque la mayoría de los críos de esa época teníamos esa pinta.

Les doy esta explicación para intentar contextualizar mis sensaciones al escuchar el miércoles las intervenciones de Abascal en el Congreso, porque, cuando habló de los gobiernos de los últimos ochenta años calificándolos de mejores que el actual, yo me vi a mí mismo con la cabeza grande (cuando me peleaba con los otros críos siempre me llamaban 'camoto') y el mal color en la cara. Una bocanada de aire franquista inundó el ambiente del cuarto de estar de mi casa y sentí un escalofrío que me recorría el cuerpo desde los pies a la cabeza, ahora más proporcionada, debido a que fui creciendo y aquello ya no parecía tan grande por comparación.

Comentando el discurso de Abascal, un periodista de raza dijo algo en la radio que a mí me pareció una magnífica definición. Habló de que, al tocar tantos temas, desde la pandemia a las comunidades autónomas, pasando por cien plagas que nos afectan, con hundimiento del país, de la patria y de sus gentes, y su oferta de acabar con esto y con aquello sin olvidarse de lo demás, estaba provocando la clásica reacción del hombre que toma una cerveza en la barra de un bar, mirando la tele, escucha una de esas proclamas y grita: «¡Óle ahí tus cojones!, eso es lo que hay que hacer!» (el periodista dijo «narices», pero quería decir lo otro, estoy seguro). Este hecho: que muchos votan a Vox no por todo su programa, sino porque hay al menos una o dos de sus propuestas con las que está totalmente de acuerdo, es muy real. Hay mujeres votantes de este partido, que, a lo mejor, no están de acuerdo con lo de que la igualdad de género es una metida, que dicen ellos, pero sí lo están cuando califica a Pablo Iglesias de comunista, sin darse cuenta que ese tiene de comunista lo que yo de cura. Y les pondré un ejemplo: hace unos días ha fallecido ese entrañable ser humano que fue Andrés Salom, poeta y flamencólogo, y él sí que fue un comunista de verdad, que estuvo en la cárcel por sus ideas y fue detenido en varias ocasiones, pero que siguió siendo el mismo siempre. Parece que lo estoy viendo vendiendo el periódico Mundo obrero en la esquina de una céntrica calle de Murcia. Y, ¿saben lo que les digo?, que a pesar de que muchos no comulgaran con sus ideas, tan firmes, todo el mundo sabe que Andrés Salom era una gran persona. Y la contraposición a todo eso fue el discurso de Pablo Casado. Confieso que es la primera vez que he visto al líder del PP como eso, como un líder, con ideas serias, atacando a la izquierda, pero dejando claro que una cosa es el centro-derecha y otra muy distinta lo que está 'plus ultra', pero que muy plus ultra, que dijo aquel. Y, francamente, no creo que esta posición de Casado pueda traerle un problema gordo en los gobiernos de Andalucía, Madrid o Murcia, que apoya Vox.

Sí puede ser que den la lata, que les toquen los colgantes con esto de la violencia de género o con aquello de los LGTBI, incluso puede ser que López Miras y Antelo estén 'ambunos' una temporada, pero, al final, lo importante es que los de Vox no van a apoyar nunca al PSOE, y a los de Podemos, qué les voy a decir, si un día los veo votando juntos mi cara se pondrá del mismo color verde que tenía de pequeño, por lo del tifus.