Ayer mi abuela Manuela pensó que estábamos en 1968 y que yo era su hermana Sara, habíamos ido juntas al baile en la plaza de la iglesia de Roldán. Era verano, y algunos osados se animaban a sacarla a bailar. Otros, temerosos, aguardaban pusilánimes a que los mirase, pero no se atrevían a pedirle cortejo. Es labor de los tibios observar la escena sentados ¡y así les va! Pero todos querían danzar con ella. Porque mi abuela siempre ha sido la más guapa, la más alta, la más limpia, la que más bonito borda y la que mejor pasodobles, tangos, boleros, zambra y si te descuidas muñeira sabe cabriolear, y así sigue, te diré. Porque lo de 'genio y figura hasta la sepultura' no está en el refranero español por casualidad. Quien lo verbalizó por primera vez estoy segura de que se había cruzado con mi abuela esa tarde.

Tarareó fluidamente cada una de las canciones que tocaba la orquesta: Suspiros de España, Paquito el Chocolatero, España Cañí, El gato montés, hasta Los Pajaritos y el Contigo aprendí se marcó del tirón. Para mí fue durísimo asimilar su historia, a pesar de que ella sonreía mientras narraba tan hermosa escena.

Después de cada canción la vaguedad de su mirada se disipada en el resplandor de un universo paralelo. Y yo sólo podía pensar en Thomas Merton cuando dijo eso de que una vez que perdemos la conciencia y la identidad, alcanzamos la trascendencia. Es difícil explicar, y no lo es, para mí fue durísimo asimilar su relato (bis), pero ella sonreía. Y lo entendí casi todo en apenas un instante, comprendí que no podemos aferrarnos al pasado, el pretérito no obedece a una mente que ha decidido postergar los recuerdos. Y me enfadé muchísimo, porque nada ni nadie tiene el derecho a borrarlos, por malos, depravados o indignos que hayan sido. Son nuestra esencia, nuestra vida y nuestra historia.

Pero seguramente, cuando estás cerca de una persona que ha olvidado quién es o egoistamente se ha olvidado de quién eres, comprendes que es la demencia, y te das cuenta a caraperro de que por mucho que lo queramos conservar no podemos contar con el pasado. ¿Es acaso esto una lección que debemos aprender los que aún recordamos? Creemos desatinadamente que lo tenemos todo archivado en nuestros recuerdos, que nos pertenecen, pero no es así, cuando vemos reflejado en otro que sin querer todo se desvanece. Languidecen todos los recuerdos cuando la demencia enseña sus garras, aunque queden los que se suavizan, aunque los peores se transformen en nimiedad por el paso del tiempo.

Debe ser algo parecido a generar oxitocina durante el parto; gracias a esta hormona dicen que lo vamos templando, olvidando con el paso del tiempo. Porque, si no, puedo asegurar que ninguna repetiríamos la experiencia. ¿Qué hace que olvidemos una vida, nuestra vida? Yo no lo sé. Pero sí que por deferencia a estas personas que como mi abuela no recuerdan quienes son, por respeto a nosotros mismos, hay que vivir. Y yo quiero ser, existir, vegetar, residir, habitar en esta vida, aunque luego no me acuerde. Quiero invocar a Lemmy Kilmister y repetir eso de «el verano de 1973 fue fantástico, no me acuerdo de nada, pero jamás lo olvidaré».

A mi abuela y a todas las abuelas que nos han olvidado.«Una tarde de sol arañó mi memoria, si te vienes conmigo sabrás que andar es un sencillo vaivén, aunque no me recuerdes. Vendrán días por respirar con arena en los bolsillos, aunque no me recuerdes. Para que no se apaguen mis sentidos ni se duerma mi memoria, aunque no me recuerdes. Un alma de papel mojado, la lluvia borró lo escrito, un alma a quien tanto he querido, aunque ya no me recuerdes».