Emilio Lledó, uno de los pocos sabios que en el mundo son, hablaba en una entrevista de la vieja distinción entre esencia y existencia. Una disquisición que preocupaba a Santo Tomás de Aquino pues quería conciliar la metafísica aristotélica con el Cristianismo, convirtiéndose desde entonces en causa eficiente de enormes dolores de cabeza para los estudiantes de Bachillerato y contribuyendo, bien que no a su pesar, a la merma de vocaciones para la Filosofía en la que España siempre ha llevado un retraso secular, pues la ontología tomista era hueso duro de roer. Al quebradero de cabeza contribuía una obviedad para cualquier hablante de castellano, pues no era comprensible tanta divagación para algo tan evidente como distinguir el ser del existir, dos verbos tan diferentes.

Decía Lledó que no se podía estar orgulloso de aquello que se tiene por esencia, sino del logro conseguido con esfuerzo y tesón, al que se dedica la existencia. Colijo que quien se sienta orgulloso de ser español siéndolo de cuna confunde el orgullo con el amor a la tierra. En cambio, sí que sería importante para alguien venido de fuera que hace el esfuerzo de integrarse en el lugar en el que reside, formar su familia y aprender sus costumbres y tradiciones, incluida la lengua que allí se habla. Mi tío Bonifacio, abulense de nación, me interrogaba acerca de quién era más murciano, si yo, que lo era de nacimiento y entonces tenía dieciséis años, o él, que aquí vivía cuarenta.

No puede haber orgullo en sentirse aquello que viene dado de origen, obtenido sin trabajo ni porfía. La lengua materna se habla sin esfuerzo y ni siquiera lo hacemos para corregir los errores y defectos que nos señalaron en la escuela. En cambio, el oriundo que habla con acento, tiene dificultades con determinados fonemas y yerra en la conjugación de las formas verbales, ha hecho un esfuerzo ímprobo por aprender. Este sí puede estar orgulloso cuando recibe su DNI español, después de largos años de residencia, un procedimiento obtuso, una revisión policial cual si fuera el más buscado criminal y un examen de conocimientos de leyes, historia, tradiciones y chorradas, que nosotros nos veríamos en dificultades de aprobar.

Volviendo a la manida expresión, qué es lo que inflama los corazones de tales confusas gentes. La Historia de España, como la de cualquier otro país de solera antigua, está plagada de sucesos contradictorios y antitéticos, cuya adición no es otra que el presente, también repleto de ambivalencias. El desquiciado orgullo podría llevarnos a un trastorno bipolar. Sentiremos orgullo de la resistencia al invasor, incluso cuando éste representa la modernidad y la evolución. ¿Debemos identificarnos con Viriato o con los romanos que nos civilizaron? ¿Con Pelayo rechazando a pedradas a los invasores musulmanes o con los Omeyas que levantaron la mezquita de Córdoba a mayor gloria de los siglos venideros? ¿Fueron los nazarís granadinos menos españoles que la Alhambra que erigieron? ¿Habremos de sentir orgullo de Lope de Aguirre y sus marañones en la aventura equinoccial como exterminadores de propios y ajenos? ¿De los notables logros civilizatorios que los jesuítas alcanzaron en las reducciones del alto Paraná o de la ominosa expulsión de esta orden decretada por Carlos III a raíz de unas falsarias pesquisas por el Motín de Esquilache? ¿Son los Borbones menos españoles que los Austrias, si es la misma sangre la que corre por sus venas, sólo que por vía materna? ¿Somos más españoles por admirar al Empecinado o al afrancesado Jovellanos? ¿Quién es más o mejor español: el héroe de Cartagena de Indias Blas de Lezo, un catalán charnego de ERC o un abertzale euskaldún torturado por los GAL?

¿La Hispanidad está mejor representada en la perfidia de Pizarro que secuestró y asesinó al inca Atahualpa o en los diplomáticos manejos de Hernán Cortés y la Malinche que permitieron la captura de Moctezuma? ¿O acaso en el bizarro Bartolomé de las Casas que denunció a la Corona los abusos de los virreyes? ¿O tal vez en el pulcro García Márquez que llevó al idioma de Castilla a una de sus más altas cimas a la vez que propugnaba una reforma libertaria de la ortografía?

Ese falso orgullo disfrazado de un torticero amor a la patria bajo la exhibición profusa de banderas y símbolos de un extinto poderío militar o de una sospechosa fuerza policial, se vanagloria frente a separatistas y españoles timoratos, como si su ego fuera más grande si se acompañara de los Tercios de Flandes. Ese rey Felipe II al que admiran algunos nostálgicos porque en España nunca se pusiera el sol, sometió a todos sus reinos por la fuerza de las armas, enemistándonos por siglos de leyenda negra con nuestros hermanos portugueses, con los flamencos de la casa de Orange, con los franceses que ya eran nuestros enemigos, con los ingleses que no lo eran, pisoteó los fueros de su propio reino de Aragón cuando apresó a su Justicia Mayor, que antes fue su Secretario. El rey que declaró cuatro veces la bancarrota de su Estado, que cargó de cadenas a su propio hijo, el Príncipe de Viana, ¿fue acaso mejor que los Austrias menores que le sucedieron y que dejaron la gobernación en manos de sus pérfidos validos? O aquellos Borbones que cimentaron la prosperidad de sus reinos en un siglo de paz y despotismo ilustrado, hasta que llegó el Deseado, el rey felón que perdió sus posesiones americanas.

Miguel Induráin, en la cima de su gloria ciclista, declaró para un periódico francés, sin demérito alguno de su nación española, que si los avatares de la Historia hubiesen situado unos kilómetros al sur la frontera, también podía haber sido francés. No iba desencaminado, pues aquel rey hugonote converso al catolicismo del «París bien vale una misa», fue rey de Navarra como Enrique III, antes de serlo de Francia como Enrique IV.

Un país no es nada sin la suma de sus gentes, nacidos cada uno de su propia madre, tan buena como la del vecino. Tampoco lo es sin un acervo histórico que no lo hace mejor que otros pueblos y naciones. Pero todo ello, no es patrimonio de unos exaltados que ondean la bandera o se la tatúan vaya a saber dónde, para formar una barricada frente a sus propios compatriotas.

En estos tiempos de permanente confrontación, el amor a la patria no es excluyente de quienes la habitan, sin distinguir el color de la piel, la tierra de origen, la condición social, la ideología, el acento o la lengua que hablan.