Montesquieu creía que hay una inclinación natural en el ser humano a abusar del poder cuando lo tiene, de lo cual deducía que la forma más eficaz de evitarlo es que el poder detenga al poder. Para ello cada función del Estado debe ser desempeñada por una entidad diferente, de manera que, estando vinculadas entre sí, sus poderes se contrarrestan y equilibran. Según concluía el aristócrata pensador francés, la división del poder es imprescindible para lograr la libertad política. Todo eso lo pensó y escribió en 1748, cuando la democracia solo existía en la imaginación de unos cuantos idealistas. Hoy, cuando se empieza a pensar que de ese sueño queda apenas la desazón de un mal despertar y por todas partes uno encuentra cinismo, enfado o aburrimiento, las voces de esos pensadores suenan tan frescas como si hubieran sido escritas en el periódico de la mañana. ¿Cómo es posible que algo tan lejano, surgido de un mundo tan diferente al nuestro, nos parezca susurrado al oído? Aparte de por el talento literario de los autores convertidos en clásicos, que escriben con la confianza de que el ser humano siempre será receptivo al poder de la palabra por muchos siglos que pasen, creo que la razón de su vigencia es que sus ideas brotan de la esperanza, es decir, de la convicción de que frente a un mundo en crisis es posible un nuevo comienzo. Hoy también necesitamos una confianza similar en la posibilidad de rescatar algo del naufragio y volver a empezar.

Me encontré con Montesquieu preparando una clase para la universidad. El libro, Del espíritu de las leyes, llevaba tiempo criando polvo en la estantería, tan abandonado y olvidado como también lo están sus ideas en las mentes de nuestros líderes políticos, a la vista sus recientes conflictos con la Justicia. Dicho al margen, hay que admitir que el libro se hace pesado con sus quinientas páginas de letra apretada, por lo tanto es comprensible que nuestros políticos no tengan ganas de leerlo. Quizá tampoco lo leen por la sospecha de que van a verse retratados ya desde las primeras páginas dedicadas a la corrupción, la mentira, el miedo y el abuso de poder. El barón sabía escribir con garra: «Lo que yo llamo virtud en la república es el amor a la patria, es decir, el amor a la igualdad». Y también con la lucidez de las verdades más simples y necesarias: que la virtud empieza en la educación. «Los prejuicios de los gobernantes empiezan siendo siempre prejuicios de la nación. En épocas de ignorancia no se tienen dudas, ni siquiera cuando se ocasionan los males más graves. En tiempos de Ilustración, temblamos aun al hacer los mayores bienes».