Se llamaba Samuel Paty y el viernes pasado lo decapitaron al norte de París. No fue un asesinato común. La oscuridad de su muerte encierra un hecho preocupante que late en el interior de nuestras ciudades, en lo más profundo de nuestra sociedad. Samuel Paty era profesor de historia de un liceo. Impartía lecciones de Educación Moral y Cívica a estudiantes de dieciséis años. Como siempre, promovía los debates en clase. Los temas versaban sobre la libertad de expresión y sus límites. Días atrás, había enseñado una caricatura del profeta Mahoma. Como buen docente, había advertido a sus alumnos musulmanes de que la actividad de aquel día podría herir su sensibilidad. Samuel Paty los invitó a salir si se sentían incómodos. Para la fe islámica, la representación del profeta está considerada blasfemia.

Samuel Paty mostró las mismas caricaturas que años antes había publicado el semanario satírico Charlie Hebdo. La historia es por todos conocida. Las represalias fueron funestas: el 7 de enero de 2015, los hermanos Kouachi entraban en la redacción del periódico al grito de «Alah akbar» asesinando a doce personas. Hace tan solo tres semanas se produjo otro atentado, esta vez sin víctimas, en las puertas de la sede del periódico. El profesor de historia había recibido amenazas de muerte por mostrar las mismas caricaturas, que ya son parte esencial de la historia de las libertades de Francia. El pasado viernes, las protestas de muchos padres musulmanes contra el profesor desembocaron en su asesinato, con el estribillo macabro habitual: «Alah akbar».

Escribió en Twitter la filósofa Amelia Valcárcel, a las pocas horas de conocerse el atentado: «Su asesinato [el del profesor] lo decretó la opinión de los padres del alumnado musulmán. Lo odiaban por impartir un curso sobre la libertad. Ellos por activa y los posmos por pasiva. Unos señalan y los otros disculpan». En efecto, Samuel Paty había sido señalado por varios padres de alumnos, incluso denunciado por miembros del Consejo de Imanes de Francia. Unos señalan y los otros disculpan. Pero la incómoda verdad es que ha muerto representando los valores de la República Francesa y por extensión los del mundo Occidental. Desde hace veinte años, desde los atentados contra las Torres Gemelas de 2001, Europa combate amargamente una realidad que no sabe controlar. Tras Nueva York, el terror yihadista golpeó Madrid, Londres, Manchester, Lyon, París, Niza, Berlín, Bruselas y Barcelona. Y no debe resultarnos sorprendente afirmar que no se trata simplemente de un asunto menor: está en juego la supervivencia de Europa, tal y como la conocemos hoy en día.

Porque el cáncer lo tenemos dentro. Forma parte de nuestro propio cuerpo. Y Europa tiene las defensas bajas. El buenismo político y un sentido de la tolerancia llevado hasta el extremo de la parálisis y la ignorancia está provocando que no combatamos con todas las armas que nos proporcionan nuestras democracias el mal del radicalismo. El asesino de Samuel Paty había nacido en Moscú y tenía raíces chechenas, lo que nos demuestra que es un problema que ya es puramente europeo. El Islam es una religión que se ha extendido en nuestro continente y que forma parte de nuestro día a día. Ya no nos consuela el lamento de que el islam es una religión importada, ajena a nuestros mecanismos democráticos. Los terroristas que ponen en jaque nuestro sistema de valores son tan europeos como las víctimas de cada atentado.

Porque debemos ser honestos con nuestros propios principios. La historia de Europa es la conquista de los derechos y libertades del hombre. Es la emancipación del ser humano contra cualquier tipo de tiranía. La democracia no se creó de la nada. Fue un parto duro y lento, que llenó de sangre las plazas europeas. Voltaire y Montesquieu no nacieron de la nada. La Ilustración enfrentó por primera vez a la razón contra la creencia en una religión que monopolizaba la vida y la sociedad. Que la había reducido a pura obediencia y miedo. ¿Dónde quedan todos los siglos de lucha contra la intolerancia? Hoy en día, la religión europea, la cristiana, no es más que un apoyo moral y privado, que poco tiene que ver con nuestros mecanismos democráticos. ¿Pero qué pasa con el Islam?

El Islam, entendido de forma extremista, es una forma de totalitarismo. Y no me refiero solamente al hecho de entrar en la redacción de un periódico y asesinar vilmente a doce trabajadores. Ya es hora de que nos quitemos la venda de los ojos y entendamos que una ideología que obliga a las mujeres a ponerse un velo por ser considerada un objeto sexual del varón atenta contra todo lo que representa Occidente. Y eso está sucediendo. Lo tenemos en nuestras ciudades. Convivimos y participamos de ese asalto a la libertad individual al normalizar que una niña de trece años acuda a la escuela con un velo. Si nos ocupamos con tanta ferocidad de los gestos culturales que catalogamos de machistas, como que las mujeres estudien carreras de letras y no ingenierías o incluso un hecho tan banal como ceder el paso al entrar en un restaurante, ¿por qué cerramos los ojos ante la mutilación de libertad y la afrenta contra lo que significa el individuo que supone llevar el velo?

Najat el Hachmi es una escritora española de origen marroquí que aboga por la prohibición del velo en la educación pública. En una entrevista en El Confidencial el 31 de agosto de 2019 pronunciaba una frase que pone de manifiesto el problema de las sociedades occidentales frente al terrorismo islámico. Se refería a los días posteriores a los atentados de Las Ramblas de Barcelona, en agosto de 2017. Dijo: «Quedé pasmada de que la reacción pública fuera alertar contra la islamofobia antes que hablar de las víctimas».

Recuerdo el tratamiento de algunos medios de comunicación días después del atentado. En el programa de radio más escuchado de España, un contertulio calificaba el ambiente, el día del homenaje, de 'fiesta', mientras sonaba de fondo la canción de Mamma mia. También varios artículos indagaban en los motivos del atentado y llamaban a sus perpetradores 'los chicos de Camrbils', como si el adjetivo terrorista fuera un intruso. Se insistía en la idea de que no era el Islam el que había provocado la barbarie, sino unos 'muchachos confundidos'. Los muertos del atentado aún no habían sido enterrados.

Mientras Europa sigue buscándose a sí misma, tras cada atentado descubre que su rostro en el espejo se difumina. Aún antes de las palabras de amparo para las verdaderas víctimas, los muertos y sus familiares, siempre hay voces bienpensantes que reclaman no instrumentalizar el atentado contra la comunidad musulmana afincada en nuestros países. Pero es una jugada falaz. Europa ha pasado demasiados siglos de luchas entre la luz y las tinieblas, jugándose su existencia para que el hombre no vaya a misa los domingos por la mañana. Islam y democracia tienen más de una cuenta pendiente. No caigamos en el error fatal de pensar que pueden subsistir. No confundamos tolerancia con ingenuidad. No le cortemos la cabeza a Voltaire.