Proceden de universidades como Harvard, Oxford, Stanford y Cambridge. También hay Premios Nobel. Son los promotores y firmantes de la Declaración de Great Barrington sobre las políticas de contención del coronavirus, un texto al que la mayoría de medios han prestado una mínima atención y que ha sido calificada por muchos como 'liberal', en un intento por despacharla y desprestigiarla sin más contemplaciones. No entienden que la ciencia se desarrolla a través de discusiones y experimentos; que la validez de la contribución de un autor no depende de la aritmética parlamentaria del momento, ni de los decibelios con que grite un tertuliano a sueldo del Gobierno del turno.

El texto señala el impacto negativo para la población, tanto inmediato como a largo plazo, del confinamiento (ahora llamado cierre perimetral en neolengua sanchista). Si bien, como señala Jay Battachary, promotor de la declaración, el confinamiento pudo aliviar el colapso sanitario en grandes urbes como Madrid y Barcelona, en el medio plazo su efecto no ha sido el esperado. «Tenemos bajo control la pandemia, hemos vencido al virus. Hay que perder el miedo y salir a la calle», dijo Sánchez a principios de julio. Qué lejos queda todo aquello, ¿verdad?

La Declaración de Great Barrington señala, a nivel sanitario, efectos tales como menores tasas de vacunación, el empeoramiento de enfermedades cardiovasculares y cánceres como consecuencia de la prioridad a los afectados por Covid-19, así como un deterioro de la salud mental. Para reducir el impacto de las restricciones generalizadas, apuestan por lo que denominan una protección enfocada, es decir, centrar los esfuerzos en los colectivos de mayor riesgo, mientras que el resto vuelve a la normalidad con unas medidas de prevención razonables.

Según citan, la letalidad del virus es mil veces menor en jóvenes que en ancianos, por lo que no sería razonable equiparar las restricciones. Así, proponen que los primeros puedan empezar a retomar su vida, al tiempo que se garantizan entornos y condiciones seguras para los más vulnerables. Esto llevaría a una creciente inmunidad de grupo que haría que los mayores redujeran en el futuro la probabilidad de contagiarse, lo que permitiría compatibilizar una contención de la presión sanitaria con la recuperación de libertades de un grupo creciente de personas, a la espera de una vacuna fiable y efectiva que tardará en llegar.

Una parte de la comunidad científica apoya estas tesis, mientras que otra no. La vida misma, o sea. Y es razonable y deseable que se así. En ese debate, yo no esperaría ninguna aportación relevante de Fernando Simón que, como el vicepresidente del Gobierno al que sirve, también cabalga contradicciones como la de haber desaconsejado la mascarilla por contraproducente, cuando en realidad tapaba la incapacidad de sus jefes para lograr que alguien nos las suministrara. Pero, más allá del mero debate epidemiológico, a nosotros, a quienes trabajamos en otras parcelas de la sociedad civil, nos corresponde, al menos, analizar qué puede haber de cierto tras esas líneas y si hay motivos para que estos científicos hayan alzado la voz.

Para no ser acusado de basarme en fuentes fascistas, o peor, liberales, recurriré a información suministrada por la ONU, poco sospechosa de repartir libros de Hayek como regalo de Navidad, o de vacaciones de invierno, como la llamarán allí. En los propios Informes de Políticas emitidos por su Secretario General, António Guterres. Se incrementan los problemas de salud mental en 2020 en países tan dispares como China, Irán o Estados Unidos. Casi el 11% de estadounidenses ha pensado en suicidarse desde que arrancó la pandemia, un porcentaje que sube al 25% entre los más jóvenes. No saldremos más fuertes, pero sí más alcoholizados: el 20% de los canadienses de entre 15 y 49 años ha incrementado la ingesta de alcohol. Naciones Unidas, basándose en un informe de Oxfam, señala que el desempleo masivo y alteración o paralización en la cadena de suministro alimentaria causarán hasta 12.000 muertos mueran de inanición cada día y que las personas en riesgo de hambruna se disparen un 82%, hasta alcanzar los 270 millones.

El informe pone la atención en lugares como Venezuela («he amanecido con un Orinoco triste paseando por mis ojos. Querer a Chávez nos hace tan humanos, tan fuertes. Aguanta, Hugo», escribía Juan Carlos Monedero) o Sudán. Alerta además de la aparición de nuevas bolsas al límite de la hambruna que hasta ahora eran zonas de renta media como India o Sudáfrica.

Las mujeres, por su parte, verán incrementada su situación de vulnerabilidad y dependencia económica, exponiéndolas más a sufrir la violencia dentro de sus hogares y a un deterioro de su integridad psicológica, dadas las restricciones sociales. Los menores corren un mayor riesgo de sufrir maltrato y pueden complicar la situación económica familiar al pasar más tiempo en sus casas. En términos globales, se estima que hasta 24 millones de niños y jóvenes podrían abandonar la educación o no tener acceso a ella como consecuencia de la pandemia.

En fin, podemos discutir sobre cómo modular una medida, claro, pero sería imperdonable obviar las consecuencias negativas que los confinamientos conllevan. No podemos permitirnos caer en la misma ceguera que la pasada primavera, porque tarde o temprano las consecuencias de la restricción de la libertad llegarán en forma de datos sobre salud mental, depresiones, tasas de mortalidad, suicidios, abandono escolar y pobreza.

Así que, bienvenida sea la Declaración de Barrington, por abrirnos un poco más los ojos ante lo que se nos viene encima.