Tras más de 30 años con la respiración asistida de sus padres, se topó de frente y por detrás con una respuesta unánime a los currículum que envió: tienes que darte de alta como autónomo.

Pensó en que, efectivamente, su padre trabajaba a las órdenes de un capataz que, como autónomo, eximía de toda responsabilidad a la empresa agrícola para la que trabajaban un buen número de jornaleros. Si había suerte, cada noche le convocaba por WhatsApp para amanecer junto a la tierra, pegada su cara a la mala hierba. Sin reloj ni altas ni paro ni vacaciones ni cualquier otro derecho que le impidiera doblar la espalda.

Ella decidió probar como camarera, pero recibió el plato frío de la obligación de registrarse como autónomo y, además, aportar moto dado que la covid-19 coloca las mesas en cada domicilio. Y a cada cual en su sitio por la vulnerabilidad de los jóvenes y del mercado laboral, siempre listo para ser moldeado en beneficio del más fuerte.

Se resistiría a ser un falso autónomo, aunque el adjetivo lleva camino de convertirse en el vocablo de moda durante este terrible 2020. Nacida en la era de la posverdad, donde la ideología suple a los hechos, ahora percibía como su mundo era movido por las fake news.

Con su trabajo de miseria, no contribuiría a deformar el esqueleto de un sistema que se tambalea tanto por la desigualdad como por declaraciones y noticias peregrinas que distorsionan la realidad hasta el esperpento. La injusticia social se apuntala con grandes mentiras que siembran la discordia ante la afonía de la inmensa minoría.

Ella, que había disfrutado como nadie de su carrera de Filosofía, donde a cada metro un sabio le abría los ojos para despertar su conciencia crítica, ahora se encontraba con pobres infelices, chapoteando siempre entre la falsedad, el engaño y el insulto. Tan desgraciados que para mostrar su desdén por otra persona la denominan filósofo.