No soy partidaria de poner límites, y creo no haberlo hecho con mi hija antes de su mayoría de edad más allá de lo que puede considerarse 'normal'. Creo que, aunque difícil, es más efectivo tratar de educar para sensibilizar, pues los límites y prohibiciones fomentan el afán de transgredirlos, y las soluciones punitivas son tan desacertadas como las coercitivas, que lejos de ser disuasorias animan a franquear la barrera.

Por otra parte, la censura me parece reprobable, por más que ciertas actitudes también lo sean, y mucho.

El humor ha sido siempre un buen catalizador. Coincidiendo con mi ingreso en la Universidad se estrenó en 1986 una excelente película -disiento por completo de la crítica italiana de la época- dirigida por Jean-Jacques Annaud, basada en una magnífica novela de Umberto Eco, El nombre de la rosa. Pocas películas me han parecido tan a la altura del libro que le sirve de base como esta, que consigue recrear la historia y el ambiente con absoluta fidelidad.

El suspense y el misterio se imbrican en una trama que pretende ser de ficción histórica y que tiene el acierto de contar con una base literaria amplia y bien fundamentada, que toma por referentes, entre otros, a Borges (un acertado guiño a él tenemos en el personaje de Jorge de Burgos), Conan Doyle o Guillermo de Ockham, cuya filosofía, condensada en lo que se conoce como 'navaja de Ockham' es perceptible en el argumento de la obra.

Aún recuerdo el seminario impartido por el malogrado Pepe Perona en el que desgranaba con su peculiar estilo, que tan acorde me pareció con la obra, los misterios que encerraba la novela, maravillosamente ambientada en el medievo, situada en una abadía del norte de Italia, en pleno siglo XIV, donde, a la manera de alter ego de Sherlock Holmes, Fray Guillermo de Baskerville, acompañado de Adso de Melk, su particular Watson, trata de dilucidar el misterio de la violenta y sucesiva muerte de distintos monjes. Finalmente se resuelve la intriga (no sería apropiado decir que 'felizmente') cuando se descubre el motivo de los asesinatos: el intento logrado de que no llegase a la posteridad, copiado en el scriptorium, el libro II de la Poética de Aristóteles, que sabemos perdido durante la Edad Media y del que nada se conoce, más allá de que al parecer contenía un pequeño tratado 'Sobre la risa'.

Memorables son las escenas en las que se recrea la labor como copistas de los monjes entregados a la útil labor que ha impedido que se rompa el puente con los saberes de la Antigüedad legados a través de la palabra escrita, gracias a las copias de manuscritos de muchas obras griegas y latinas, y que reafirmaron mi convencimiento de que había elegido la mejor opción al matricularme en la titulación de Filología Clásica, como sigo pensando a día de hoy.

Otra película digna de mención y que pese a ser muda logra captar absolutamente la atención del espectador, también dirigida por Jean-Jacques Annaud, esta en 1982, es La guerre du feu, traducida en español como 'En busca del fuego'. Su escena en la que la mujer ivaka rompe a reír, contagiando poco a poco a los ulam, me parece exquisita.

Dejando claro que soy contraria a la censura y que el humor me parece un gesto inteligente, además de una característica que valoro por encima del aspecto físico, hay ciertas cuestiones que me hacen poca gracia, por no decir ninguna, como la discriminación de cualquier tipo (a propósito de esto he de decir que la manida expresión 'discriminación positiva' me parece absurda, por cuanto toda discriminación a mi modo de ver es siempre negativa), y la alusión a la enfermedad.

Por desgracia he vivido y vivo de cerca enfermedades mentales como el trastorno bipolar, la depresión profunda y el mal de Alzheimer, que sufren personas a las que quiero y son fundamentales en mi vida. Me tortura no poder ayudarlas, por eso no soporto los chistes y las ocurrencias frívolas que se usan sin duda con el fin de desdramatizar.

Cuando mi hija se encontraba en la preadolescencia se puso de moda entre los de su edad aquella desafortunada expresión de 'me da sida'. Maldita la gracia que les haría a los familiares de personas que sufrían una enfermedad tan estigmatizada y mortal en su momento escuchar lo que acabó por ser una muletilla, similar a la tan frecuente 'creo que tengo Alzheimer', ante un olvido o un despiste.

Quitar hierro no pasa por banalizar las enfermedades. Por eso, perdonen si no me río ante un chiste que tenga como foco la enfermedad. Lo mismo me ocurre hoy con la pandemia con la que llevamos todo el año conviviendo y que deseo pronto sea un mal recuerdo lejano, pero nunca un mal chiste.