Es un tema recurrente en nuestras conversaciones diarias con familiares, amigos y deudos hablar de cómo nos ha cambiado la vida en estos apenas ocho meses que han transcurrido desde que el virus asomó su patita por la ventana. Efectivamente, aquí se le ha aflojado alguna tuerca hasta al más pintado, manifestándose el tema con diversos síntomas que van desde el deslumbre del sol en los ojos al salir a la calle hasta sentir deseos más fuertes de matar a su jefe de lo que era normal para todo el mundo antes de marzo del cte. Algunos tratan de mantener su estilo de vida, su rutina diaria, como si nada hubiera pasado, pero con poca o ninguna suerte porque las cosas de la vida, de nuestras vidas, son sencillamente distintas, como también lo son las formas de enfrentarse a los problemas derivados de la pandemia.

Las actitudes de los seres humanos que habitamos este planeta se han visto puestas a prueba por el tremendo shock que hemos sufrido. Los hay quienes han seguido siendo esa cosa tan pasada de moda, tan tratada con dureza, tan despreciada a veces, como es la de ser bueno, buena persona, en general, un Nadal, por poner un ejemplo, porque es verdad que este tenista se nos aparece como un dechado de humildad, de generosidad, de reconocimiento de la valía de los que pierden frente a él, pero también es verdad que es mucho más fácil ser bueno cuando te dan 1.600.000 euros por ganar Roland Garros este año, una miseria debido a la circunstancias en las que se ha desarrollado el torneo, porque el año pasado se llevó 2.200.000.

Cada día, leemos o escuchamos noticias de gente que está haciendo una labor altruista, o incluso pagada, que da igual, jugándose su propia vida. Estos sí que son los buenos. Como lo es el así llamado 'Coordinador de Médicos Sin Fronteras en El Sahel', que salió esta semana en la tele, y ciertamente que tenía peor cara que el Dr. Simón cuando nos cuenta sus cosas, que son las nuestras, cada día. Y, oiga, que no les va mal en África con lo del Covid. Que, dijo él, parece ser que la gente hace mucha vida al aire libre y esa sea quizás la razón por la que la curva de contagios está dentro de parámetros mejores que en Europa. Tomemos nota de lo que dice este hombre bueno.

Pero también los hay feos. Es feo el que se quita la mascarilla y se la pone debajo de la barba, porque aparece su cara irregular, de piel marcada por viejas pústulas y por el virulento acné que sufrió en la adolescencia. Es feo, o fea, la que se quita la mascarilla para hablar por teléfono, en la calle. Son horrorosos/as los que tocan la fruta o la verdura en el mercado para ver si está madura, y dejan la huella de sus feos dedos, gordozuelos, cortos, de uñas negras y largas de más, mientras que el vendedor los mira con asco, aunque no diga nada por no perder la venta.

Es feo/a el/la que se sale a la puerta de su trabajo a fumarse un cigarro y te echa el humo cuando tú pasas por su lado. Y así sucesivamente.

Y después está el malo, los malos de verdad, los que no respetan nada, los que organizan un botellón para celebrar que, además de malos, son tontos, como los de ese colegio mayor de Valencia que les ha valido a más de cien de ellos una encerrona de 10 días en sus habitaciones.

También es el malo aquel que sabe que ha estado con un contagiado, pero que él no tiene síntomas, y esconde su situación, incluso mintiendo a los rastreadores. También es malo perdido, casi un hijo de puta, el que antepone la cuestión económica a la vida, el que toma decisiones que pueden traer consigo un cierto número de víctimas que hay que asumir para que no nos empobrezcamos. Del bache económico se puede recuperar un país, de la muerte de los ciudadanos no. Hay que ser muy malo para decidir eso.