Hay temas de los que es mejor no hablar, piensan algunos. La sociedad mezquina, su superficialidad, las negligencias al olvido al que abocamos todo aquello que resulte incómodo o que devenga molesto, postergan toda reflexión sobre la vida y la muerte, su terrible envés.

En Historia de la muerte en Occidente, Philippe Ariès traza un recorrido sobre cómo ha evolucionado esta presencia real en nuestras sociedades dócilmente occidentales. Constata cómo se ha pasado de la 'muerte domesticada' (la casa como el lugar donde se vela al difunto) a concebir, en la actualidad, el acto de morir como un tabú desterrado a la periferia. Por inoportuna que resulte, de nada sirve escamotear su existencia, reducirla a huero artificio, negarla como el ateo niega la existencia de Dios o como el mentiroso declara ante el juez una versión paralela y ficticia de los hechos.

Y sin embargo, nadie es tan macabro como para jugar con ella una partida a los dados, aunque algún día toque temblar por ese escalofrío que recorrerá los huesos de quienes intuyan de su presencia próxima, o de quienes hayan visto esa partida de ajedrez que la muerte juega con Max von Sydon en El séptimo sello. De entre las diversas fuentes de inspiración que animan la película de Bergman, se cuenta la recuperación de la herencia medieval, en concreto el celebérrimo motivo de las danzas de la muerte. Eran estas representaciones alegóricas donde se escenificaba el ritual de la muerte, el momento preciso de la llamada de una muerte corporeizada situando los nudillos sobre la aldaba de una puerta. Poco o mucho ha cambiado el ritual, según se mire, tal vez más bien poco. Aunque varíe el atrezzo, la esencia del ser humano permanece idéntica, el corazón humano es el mismo desde la noche de los tiempos.

De lo trágico a lo grotesco, la muerte se presenta bajo distintas caras. Menos dramática, pero en cambio más excéntrica es la visión que J. L. Mankiewicz retrata en Mujeres de Venecia. En la película un millonario, el señor Cecil Fox, urde una patraña cruel: fingir una enfermedad terminal que lo abocaría inequívocamente al fatal desenlace. Al inicio de la película Cecil ve representada la farsa contenida en la obra teatral Il Volpone de Ben Jonson y, a partir de la recreación del motivo medieval de las danzas de la muerte que el dramaturgo inglés recreó en el siglo XVII, decide imitar al personaje sobre las tablas. La noticia del testamento convocará a tres mujeres hasta su palacio en Venecia, mujeres que fueron decisivas en su existencia y que logran activar el curso de las rememoraciones.

Otra muerte fingida o literaturizada es la que Fedora de Billy Wilder traslada a la pantalla a partir de la dualidad ficción/realidad y del mito imposible de la eterna juventud. O la que relata Nathaniel Hawthorne en Wakefield, posiblemente uno de los cuentos más desgarradores de la historia, no por el relato en sí, sino por el significado que puede atribuirse a lo que está contando. Wakefield versa sobre la desaparición de un marido que alquila un piso en una calle contigua a la de su mujer y la vigila día tras día durante veinte años, observando cómo sufre por su ausencia, cómo se va transformando, cómo pasea por la misma calle cual si fuera un ser anónimo y, en definitiva, vive como un desterrado del universo. Así, mientras todos lo creen muerto, puede observar cómo transcurre sin él el curso de la existencia. Solo fingimos, como Wakefield, porque sabemos que es verdad. El fingimiento encubre lo que será más tarde, esta vez no representado a través del arte, sino experimentado por los golpes de la vida. El teatro preludia lo que la vida traerá luego. Así el corazón se prepara para el último trago, el sorbo agridulce.

Hay quienes buscan en el arte la redención a esa certeza. Escriben libros para que queden después, cuando ellos mueran. Para que lectores del futuro, así que pasen veinte siglos, los abran y encuentren algo ahí, quién sabe qué. Hay quienes se rebelan contra ella: «No entres dócilmente en esa noche quieta». Y continúa la letanía de Dylan Thomas: «Enfurécete, enfurécete, ante la muerte de la luz», versos que dan título a la última novela de Ricardo Menéndez Salmón, esta vez sobre la muerte del padre.

En esta misma línea se han escrito otras tantas obras literarias sobre este motivo universal, el primero fue Manrique, con las coplas a la muerte de don Rodrigo Manrique, pero de ahí surgió un venero que todavía alimenta la literatura contemporánea. Me acuerdo, por ejemplo, de Patrimonio o Elegía, de Philip Roth, El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince, Inconsolable, de Javier Gomá, Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente, o de Ordesa, de Manuel Vilas, por citar tan solo algunas de las más recientes que con mayor temblor me han conmovido.

Ocasos y declives, testimonios desgarradores henchidos de amor, sátiras para desenmascarar la farsa que es el mundo, indican que el sentido antropológico de la muerte ha variado. Lo único inmutable es su constatación, la certeza de que, aunque cambien las circunstancias y los rituales se amolden a distintas épocas, seguirán mudando las hojas de los árboles.