Alguien se imagina a los ayuntamientos de Roma, París o Berlín eliminando del callejero de esas ciudades a políticos electos de partidos democráticos, que en los años 30 y 40 del siglo pasado sufrieran las represalias, por defender la democracia, de los fascistas y nazis que en ese tiempo estaban en el poder en Italia, Francia o Alemania? Obviamente, no. Por razones morales y legales. Pues bien, en Madrid ha ocurrido: PP, Vox y Ciudadanos determinaron, hace un par de semanas, que Indalecio Prieto y Largo Caballero, dirigentes socialistas durante la República y la Guerra Civil, no merecen una calle. Este hecho, que parece una anécdota en el contexto de la gravedad de lo que a todos los niveles nos está pasando, es muy revelador de cuáles son las causas que nos han conducido a este estado de las cosas, caracterizado por una ofensiva reaccionaria sin precedentes, por su virulencia, que cuestiona tanto el marco de libertades y derechos fijado en la Constitución como el nuevo paradigma keynesiano que el covid ha impuesto en Europa.

Esta anomalía española arranca de los tiempos de la tan elogiada Transición, proceso tutelado por las fuerzas conservadoras provenientes del franquismo, las cuales se aseguraron de que el sistema parlamentario naciente, el del 78, comenzara desde el minuto uno a conculcar el propio texto de la Constitución que había alumbrado. Hecho inédito en la historia: un Régimen contra su propia ley de leyes. Y empezaron por la Monarquía. Según la Carta Magna, el Rey goza de inviolabilidad e irresponsabilidad, pero ambas prerrogativas (según asegura cualquier constitucionalista no cortesano) lo son en virtud del necesario refrendo por parte del Gobierno o del presidente del Congreso de los actos que el monarca realice en su condición de Jefe de Estado. Es decir, si éste comete cualquier delito no relacionado con su actividad de representación, se ha de someter a la ley como cualquier otro ciudadano. Como no puede ser de otra manera en un Estado moderno.

Pues bien, primero el felipismo y después el aznarismo (y sus secuelas) miraron para otro lado mientras Juan Carlos I se enriquecía desmesuradamente de manera ilícita y esquivando al fisco. La inviolabilidad devino impunidad. Y, más recientemente, la debida neutralidad política de la más alta magistratura, en una connivencia creciente con las maniobras desestabilizadoras de los herederos políticos de la dictadura.

Así pues, la cabeza de la democracia del 78 presentaba un vicio de origen: la corrupción. Que hizo metástasis en todos los eslabones del Estado que están por debajo. Políticos de todas las instituciones (alcanzando su apoteosis bajo los Gobiernos del PP) han saqueado con fruición las arcas públicas con relativa impunidad y se han beneficiado de las puertas giratorias. Los excesos no han venido sólo de la mano de los elegidos en las urnas; también los aparatos de Estado han campado a sus anchas: una parte de los cuerpos policiales, desde el GAL hasta la policía patriótica, pasando por la mafia policial de los 90, ha quebrantado las leyes. En una envergadura tal como la que exhibe la presencia de nada menos que 71 policías madrileños, la mayoría inspectores y comisarios, a las órdenes del PP para perpetrar gravísimos delitos con la intención de tapar la trama corrupta Gurtel que afecta a este partido, en lo que se conoce como Operación Kitchen.

La Justicia no sale mejor parada: aparte de 'afinar' operaciones contra fuerzas políticas incómodas (como la reciente del juez García Castellón contra Iglesias, desautorizando a la propia Audiencia Nacional), ha recibido innumerables reprobaciones de la Justicia europea en cuestiones que atañen a los derechos humanos y a los abusos de la banca. Ahora mismo, una cúpula judicial en funciones porque no ha sido renovada (al impedirlo inconstitucionalmente el PP), se permite actuaciones y nombramientos de más que dudosa legalidad.

Pero la Constitución no sólo ha sido atacada en el campo del normal funcionamiento de las instituciones. En el ámbito socioeconómico, las privatizaciones, desregulaciones y devaluaciones salariales que se han producido en las décadas pasadas, conculcan directamente todo el articulado de aquélla que hace referencia a la supeditación de cualquier riqueza al interés general, al derecho a una remuneración justa del trabajo o a una vivienda digna.

La gran paradoja de todo este asunto es que cuando llega un Gobierno decente (con todos sus errores y limitaciones) que pretende acometer una política acorde con los valores constitucionales y los nuevos tiempos, unas derechas autoerigidas en representantes exclusivas de la legalidad democrática desatan una tormenta de exabruptos, insultos, provocaciones, denuncias falsas y hasta amenazas, encaminada a desbancar del poder a quienes consideran 'ilegítimos'. Su ira y nerviosismo tienen fundamento: peligran corruptelas y privilegios.

La Transición fue una operación de limpieza del edificio de la dictadura, pero la basura generada no se llevó al contenedor, sino que se escondió bajo la alfombra. Y ahí sigue. Descomponiéndose y desprendiendo un olor crecientemente fétido. Como reivindicándose.