Esa mañana despertó antes de lo habitual. Una pesadilla la sobresaltó. Caía en el vacío empujada por el peso de su cuerpo. Y sentía frío, mucho frío. La velocidad que alcanzaba al descender le golpeaba las sienes y sentía un intenso dolor que recorría la cavidad de sus oídos empezando por el martillo, lo superaba hasta el yunque y alcanzaba su culmen en el estribo. Ese fue el momento en el que volvió a la realidad. ¿Qué querría significar aquello? Otras veces había tenido sueños parecidos, pero en esta ocasión le vino en seguida una idea que comenzó a dar giros en su mente: aquello que no se puede cambiar? déjalo estar.

Qué extraño era todo. No sé dónde diantres había surgido esa imagen. Que lo vacuo fuera capaz de despertar esa sensación entrañaba un riesgo evidente. A estas alturas de la vida ya sabía que el mundo de lo onírico llevaba aparejado un sentido singular acerca de lo experimentado. Ya había pasado el tiempo del empeño en juzgar a tirios y troyanos, a esos adversarios que son incapaces de reconocer el más mínimo punto en común en cualquier asunto que se tercie. También esos años en los que perseveraba con verdadero ahínco cambiar a sus amigas, a sus amigos, a su pareja, e incluso al vecino que se negaba a saludarle mientras esperaban el ascensor.

Le costó alcanzar un nivel de consciencia para reconocer que dedicaba demasiada energía en pensar en lo que no quería y en lo que estaba mal, que en lo que deseaba o en lo que estaba bien. Es verdad que nos resistimos ante muchas cuestiones: ante lo que no podemos controlar, ante lo que no depende de nosotros, ante determinadas circunstancias que aún no han ocurrido, y que ni sabemos si ocurrirán. Pero ese tesón sí es reiterativo. Tanto que tropezamos una y mil veces en la misma piedra de lo que no se puede cambiar.

Resulta curioso que, muchas veces no llegamos a aceptar cosas que, simplemente son; otras, que han ocurrido y que ya no se pueden modificar; vicisitudes que, con una muy alta probabilidad, puedan suceder, o incluso hechos que seguro pasarán. De ahí que su empecinamiento resultara tan familiar cuando lo compartía con sus amigas. Ellas también se habían situado en innumerables ocasiones en el papel de quienes se empeñan en cambiar al otro, al que tienen enfrente o al lado. Y eso no había llegado a ningún sitio porque, más temprano que tarde, la vida les golpeó con una dosis de realidad de la buena, de la que nadie se puede escapar, por muchas aventuras que se emprendan.

Cuando un cartel anuncia que en ese jardín se han plantado tulipanes, lo que brotan no son crisantemos, ni claveles, ni orquídeas. Lo que emergen, por mucho que nos pese, son tulipanes. Las cosas son como son y hay muchas que no se pueden cambiar.

Está visto que, como califica Esperanza Aguirre a Isabel Díaz Ayuso, cuando una es una crack, no hay nada más que hacer. Y pretender modificar actitudes, ideas, estrategias, comportamientos y hábitos enraizados en lo más profundo del ser es un imposible, como alterar el curso de los ríos o de las ramblas. Cuando menos una se lo espera las aguas vuelven a las correntías naturales. El empeño, por tanto, no cabe. Ni aquí ni en lo inevitable. Y cuanto antes se acepte, más pronto se resuelven los conflictos? y menos se sufre.