Se tenía que escribir una novela donde cupiese la miseria y la grandeza de la conquista de América, la épica de unos tiempos que cambiaron la historia y la barbarie de la pólvora que abrió el océano hasta las costas del Caribe. Se tenía que narrar cómo unos pocos hombres violentos, huyendo del hambre extremeña, desembarcaron en un paraíso de ostras y selvas. La literatura en habla hispana reclamaba una obra con la suficiente categoría como para permanecer en el imaginario colectivo. Y ha sido William Ospina el que ha encendido la mecha. A falta de un libro, ha escrito una trilogía, porque las circunstancias de aquellos años exigen la grandilocuencia.

El escritor colombiano se ha situado en el lodazal de la historia y la ha removido. Solamente las verdades complejas son las que emanan con más fuerza. El narrador de sus obras es un mestizo, de padre castellano y madre india, que participa en la expedición de Ursúa en busca de El Dorado, la perdición de los hombres. La visión del narrador es una advertencia a todos los que leen la historia en blanco o negro: el mestizo que nos habla ha participado en las peores masacres que se tienen constancia y ha sufrido la mayores matanzas. Es verdugo y víctima a la misma vez, porque la Conquista solo se puede entender desde esta visión gris del mundo.

Pero, además, es un hombre culto e instruido, que ha viajado a la Roma rendida a Carlos V. Los tres libros están escritos a modo de fábula contada por la noche, esperando a que raye el alba para quién sabe si morir en las aguas de algún río. El carácter oral y su verbo poético hacen de la lectura una auténtica delicia. Ospina está emparentado con la estirpe de García Márquez. Cada capítulo es un homenaje al castellano, donde se demuestra un conocimiento de la lengua poco frecuente en este lado del charco. Pero además, ha sido capaz de convertir situaciones dramáticas y violentas en momentos delicados y llenos de poesía. No nos equivocaremos al afirmar que William Ospina es el último eslabón del realismo mágico hispanoamericano.

El primero de los libros se titula Ursúa. El escritor colombiano se centra en novelar la vida de este segundón de la nobleza navarra que abandona una vida incierta en la península para probar suerte en el territorio americano. Allí encuentra un mundo hostil pero maravilloso. Como todo hombre del siglo XVI, su obsesión es hallar la fama a través de las armas. Pero el libro nos desvela una constelación de historias menores que se citan de pasada y que son, realmente, las que forman el mosaico de la conquista americana. Ursúa escucha en las noches de insomnio las aventuras de Cortés y sus hombres, apenas unos cientos, rindiendo la mayor ciudad del mundo, Tenochtitlan. También la de un tal Pizarro, abandonado en la isla de las tortugas, obligado a beber sangre para sobrevivir. Y la de unas montañas tan altas que solo viven jaguares. Pero de entre todas las historias que escucha, Ursúa queda obsesionado con la de esos hombres que, perdidos en mitad de la selva, descubren un río tan grande que recorrerlo cuesta meses.

Es el argumento del segundo libro, que ganó el Rómulo Gallegos en 2008. El país de la canela narra la expedición de Orellana, que descubriría el Amazonas. Pero William Ospina lo hace bajo el prisma del siglo XVI. La voz del indígena que nos habla es la de un hombre culto que ha visto muchas cosas en la vida, pero que no puede nombrarlas. Al igual que en Cien años de soledad, cuando el mundo era tan reciente que no tenía nombre, el indígena que habla con Ursúa cree estar viviendo en un territorio de serpientes gigantes, de fuegos encendidos en mitad de la noche y de seres mitad hombre y mitad caballo. El lector participa de este juego de inocencia porque de la mano de Ospina va descubriendo también la América inventada por los conquistadores. Es una crónica de Indias tan fiel que parece del siglo XXI.

Con la tercera novela de la serie se expone la codicia, que tan nefasta fue para la historia americana. Ursúa quiere emular la hazaña de Orellana y descubrir El Dorado. Es entonces cuando la locura se instala en unos hombres que ya han perdido los valores y la nobleza. La serpiente sin ojos es tal vez la novela más cruda de todas, donde se desencadenan las pasiones más bajas. Aparecen personajes siniestros como Lope de Aguirre y se da luz a la historia de ciertas mujeres, como Inés de Atienza, que tuvieron que luchar contra un doble enemigo: la naturaleza y los hombres, que las trataban como mercancía sexual.

Han pasado diez años desde que William Ospina irrumpiera en el panorama nacional con esta magnífica trilogía, publicada por Random House. Sin embargo, la repercusión que ha tenido no hace justicia con su verdadera calidad. No creo que al público español le cueste acercarse a la literatura de la conquista de América, pero desgraciadamente, no tiene grandes obras a las que agarrarse. Los grandes de la literatura hispana han pasado de puntillas por esta parte de la historia. Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa, Cortázar, Carpentier y Borges apenas le dedican algunos relatos o partes de novelas en sus vastas obras.

Pero Ospina no solamente ha centrado su vena literaria en un tema tan complejo, sino que ha salido de él convertido en una de las mejores voces que el castellano exporta al mundo. Basten las primeras lineas de Ursúa, el primer libro: «Cincuenta años de vida en estas tierras llenaron mi cabeza de historias. Yo podría contar cada noche del resto de mi vida una historia distinta, y no habré terminado cuando suene la hora de mi muerte». La trilogía de Ospina llena un hueco enorme. Una cuenta pendiente con la literatura y con la historia. Es nuestra guerra de Troya.