Una vez al año conseguimos no faltar a nuestra cita para huir del mundanal ruido. Créeme si te digo que estamos todo el año tratando de cuadrar la fecha. Y no exagero nada si te digo que es, precisamente, el mundanal ruido lo que nos va poniendo obstáculos y pegas para huir de él. Que tiene personalidad propia, vamos.

Cuando anunciamos a los niños que iríamos ese día, te prometo que temí la reacción de cada cual. Ya sabes que últimamente cada plan que ideamos genera protestas en todas las direcciones. Y he descubierto con sorpresa que éste es de los pocos sitios a los que estamos todos de acuerdo en ir, así que vale la pena intentar cuadrar la fecha durante varios meses.

En esta última visita, vino también Tina, a la que allí han rebautizado como Nati, a pesar de que la presenté como Tina Turner. Si los demás lo hemos pasado en grande, no te puedo decir cuánto ha disfrutado nuestra perrita de un día de libertad en el campo. Correr por bancales, trepar laderas... No se había visto en otra, la pobre.

Eso sí, si quieres venir a este lugar, lo primero que tienes que hacer es dejarte el móvil. Tranquilo, no te serviría de nada, aunque lo llevaras, porque no hay ninguna cobertura. Y otra cosa que debes tener en cuenta, es no asustarte cuando Oso venga corriendo hacia ti. Es un niño pequeño, pero encerrado en un cuerpo de perro grande. En cuanto llega adonde tú estás, se tumba boca arriba para que le acaricies. Tenías que verlo acostado al lado de Antonio. Más de un metro de perro tumbado panza arriba pidiendo cariños.

Para los que somos de ciudad, una visita al campo es de lo más exótico. Quiero decir al campo auténtico, no al de conexión wifi. Al campo de espárragos, tomateras y gallinas. No se me olvidará la imagen de Antonio, cesta en mano y dentro del corral, cogiendo huevos rodeado de gallinas, al principio dando un brinco cuando alguna se movía, y luego revisando entre los cestos por si quedaba algún huevo. O que Elena recogiera, directamente de las ramas, y con el asco que le da a ella todo lo que no esté limpio, los tomates que nos comimos después. Te parecerá de lo más rústico, pero comerte una zanahoria baby directamente del huerto no tiene precio. No sabe igual, es verdad lo que dicen.

Pero la que mejor lo pasó fue Cristina. Tomar en brazos a un cabritillo de un día de vida, como el del anuncio de Norit, ha sido lo más tierno que ha hecho en mucho tiempo. Blanco, calentito y suave. Con la madre llamándole porque lo veía en nuestros brazos. ¿Quién puede hacer daño a una cosa así? Tranquilo, no nos lo comimos, y dudo que podamos comernos uno en una buena temporada, con semejante recuerdo.

Luego está el capítulo residuos. Aquí no se tira nada. La basura que generamos, o bien va para que coman los animales, o bien de abono para el huerto. Todos los residuos que hubo ese día los trajimos nosotros en forma de bolsas y bandejitas. Qué diferente es la vida allí.

Qué casualidad que, unos días antes, en mi lucha cotidiana por hacer planes con los niños, habíamos visto Gremlins. Qué risa con las barrabasadas que hacían (por cierto, cuidado con el spoiler navideño) y qué flipe se llevaron ellos, con la vida en los 80 que sale retratada. Pero fíjate que al final de la peli aparece el auténtico dueño de Gizmo, aquel chino con pelo largo ¿sabes lo que le dice al protagonista? Que la actual vida que llevamos no nos prepara para ser responsables con la naturaleza. Cuidar a Gizmo implicaba unas sencillas reglas que el protagonista no fue capaz de cumplir. Viendo nuestra jornada campestre, ese equilibrio entre los animales y el campo, veo que estamos abocados a la impaciencia y a la irresponsabilidad en el sentido más amplio de la palabra: a no responder por las consecuencias de nuestros actos.

Lo estamos viendo con la pandemia. Hay unas sencillas reglas con las que debemos convivir, y sin embargo no hay manera. Como con Gizmo. Cuando volvíamos de nuestra jornada campestre lo comentábamos: qué necesario es volver al origen.