El primer requisito para ingresar en esta moderna cofradía, que marca tendencia y arrasa en las redes sociales, es saber de qué va el invento, del que todo el mundo habla y nadie da cuenta cierta. Por ello, sepan para empezar que este especimen es una de las manifestaciones más preclaras de la posmodernidad, esta dichosa edad en que todo fluye y nada permanece: las ideas, antes sólidas, se volatilizan; los productos se adquieren, no para poseerlos y disfrutarlos, sino para desecharlos y sustituirlos por otros cuyo principal valor no es la mayor calidad sino su condición novedosa.

En este orden de cosas, la importancia del individuo, plantea Umberto Eco, no deviene de sus valores y creaciones sino de la mera exposición al público, de la pública notoriedad que adquiere entre sus seguidores, en una mera actividad mostrativa y declarativa, que no produce nada pero lo enseña todo.

Ante esta situación, lo primero a tener en cuenta es que los miembros de esta sociedad evanescente tienden a clasificarse en dos bandos complementarios, los influencer y los influidos, seguidores de aquellos. A los influidos, que son la mayoría, conviene conocerlos para huir de ellos: de mollera blanda y escasa capacidad de juicio, dispuestos siempre a seguir los dictados de los que ven e imitar sus modas y tendencias sin ningún reparo.

Para incorporarse a la nómina de los millones de influencers que encantan y encandilan a muchos millones más, no hacen falta carreras, ni másteres, ni siquiera un mediano bagaje intelectual y cultural. Basta con extender y multiplicar tu imagen por el mundo todo, mediante continuas apariciones en los medios e innumerables fotos y vídeos desparramados por las redes sociales, exhibirse y hablar mucho con mensajes simples que no digan apenas nada, contando siempre con la mansedumbre de los potenciales seguidores, dispuestos siempre a admirar lo fácil, lo superficial o lo escandaloso y, en definitiva, a beber en la fuente de los engaños, de la que hablaba Gracián, para dejarse embaucar por el charlatán de turno, que les hará ver al estólido asno transmutado en águila de Júpiter o creer en el milagro de la multiplicación de las mantas de Ramonet.

Entre los influencers destaquemos a los grupos de tertulianos de la televisión basura, que mantienen a los teleadictos aherrojados de las orejas ante la pantalla, «hecha un gran corral del vulgo, enjambre de moscas en el zumbir y en el asentarse en la basura de las costumbres, engordando con lo podrido» como muy bien anticipaba Gracián, donde vociferan estos maestros de la grita y el vocerío, que exhiben sus propias miserias y las de otros de su misma altura, que no van más allá de la entrepierna, para filosofar largo y tendido sobre ellas.

Y toda una caterva de youtubers y vloggeros individuales, poco amigos de la escritura, como los anteriores, que exhiben las veinticuatro horas de sus vidas en imágenes y comentarios de lo más profundo y entretenido, sobre todo para la grey juvenil, de su misma consistencia intelectual: moda, viajes, cocina, videojuegos, entretenimiento y otras mil desocupaciones y naderías, con las que engordan exprimiendo el voyeurismo y el afán consumista de sus seguidores, para los que no hay informaciones y saberes de más enjundia.