Es un placer cotidiano, tan repetido que hemos llegado a considerarlo consustancial al orden de las cosas; detrás de la noche viene el día y después de la comida vienen los postres. La sucesión sagrada, la costumbre gratificante, el ritual confirmado que armoniza las horas de la jornada con las necesidades alimentarias de nuestro cuerpo. Yo os saludo y os bendigo, inocentes frutas y verduras. Os pongo con diligente cuidado sobre la mesa, el altar de mi casa. Una ensalada con lechuga, tomate y aceitunas apaciguará mis apetitos hasta la llegada del plato principal. Con verdura inauguro las comidas y con frutas las cierro, culmino cada día con aquellas que me complacen.

Las aderezo tan bien que parecen un bodegón de otros tiempos. Ordeno fresas, melocotones, uvas, cerezas o arándanos. Todas bien lavadas brillan cual si fueran prodigiosas piedras preciosas que manos laboriosas han hecho brotar de la tierra como quien encuentra un tesoro oculto. Así que mi mesa es de día en día la mesa de un rey y al final de cada comida me brinda la vida una deliciosa macedonia de frutas, o mejor aún, un postre de fresas con vinagre balsámico y queso para poder deleitar mi paladar y complacer mis papilas gustativas. Si durante la comida he sabido sumar un vino, suave y ligero, joven preferiblemente, escanciado como un ritual eucarístico solo para mi disfrute, mi dicha será completa. En ese momento mía será la tierra y los tesoros que ella contiene.

Y si añado un poco más de vino quizá pueda olvidarme sin ni siquiera haber pensado en ello seriamente que las fresas rozadas por el aceite balsámico pudieron haber sido sacadas de la tierra por manos de mujeres humilladas, que trabajan por un sueldo miserable y que caen bajo la arbitraria voluptuosidad de un capataz con vocación de sátiro y violador. Puede que incluso el mismo vino borre de mi mente cualquier mención a sus comprometidos orígenes que pudieran poner en entredicho los heráldicos adornos de su etiqueta.

Estropearía mi digestión saber que sus vendimiadores llegaron a los viñedos como empobrecidos nómadas, hacinados en destartalados transportes y alojados en viejas casas abandonadas víctimas de los años, sin luz ni agua. Pero tales cosas ni pueden ni deben ocurrir, de lo contrario habría adquirido verduras, frutas y vinos, alegría de mi mesa, consuelo de mis confinamientos, a un precio demasiado alto.

Y yo sería un miserable.