Las cifras cantan solas. El turismo en España se ha hundido un 80% este año. Por Comunidades autónomas los resultados son aún más dramáticos, especialmente allí donde es monocultivo: las Baleares, con caídas del 84%; Canarias, del 85%; Cataluña, del 86% y la costa andaluza, del 81%. De potencia mundial en el sector a objetivo del capital riesgo y de los fondos de inversión, la amenaza de la descapitalización se cierne sobre una de las pocas industrias punteras de nuestro país. La respuesta del Gobierno (a falta de la única solución milagrosa: una vacuna efectiva) es un keynesianismo con capital prestado. O, lo que es lo mismo, ir ganando tiempo sin un plan trazado ni una estrategia definida. Los impuestos al alza (en contra de la práctica europea) subrayan una vez más los desequilibrios económicos del pasado, que ni se atajaron ni se quisieron eliminar durante los últimos años de fuerte expansión.

Tras una larga década sujeta a un déficit crónico, España carece de margen de maniobra y se ve obligada a mendigar la ayuda europea sencillamente para ir tapando agujeros. El tictac del colapso turístico (estamos en octubre: teóricamente, temporada alta) anuncia el goteo de otras crisis: la del creciente impago de alquileres, por ejemplo, o el del desplome de la publicidad, o el de las ventas en los pequeños comercios. El paro y el empobrecimiento general, en definitiva, por mucho que los ERTE permitan maquillar de momento algunos números. Después de un verano vacío, nos espera un crudo invierno.

Por supuesto, el largo plazo depende sólo de nosotros. Seriedad en lugar de gesticulación, hechos y planificación en lugar de regates en corto. Nadie nos quitará unos cuantos años malos, un lustro quizás, pero siempre se está a tiempo de recomenzar aprendiendo de los errores del pasado. No es la educación emocional la que nos salvará, sino el capitalismo cognitivo y una meritocracia con vocación de servicio. La higiene presupuestaria es tan imprescindible como la austeridad moral.

El economista Andreu Mas-Colell proponía hace unas semanas empezar con pequeños pasos: un presupuesto para contratar anualmente a setecientos científicos españoles que estén trabajando en el extranjero y un fondo semilla para impulsar un nuevo ecosistema de start-ups. Para ello hace falta dinero (no mucho, realmente), flexibilidad y libertad. No tiene sentido, por ejemplo, que Cabify, una de las pocas historias de éxito tecnológico que se han dado en nuestro país, no pueda operar en todo el territorio. Impulsar una selección más exigente de las elites permitiría a su vez modernizar las políticas públicas y optimizar su eficiencia. Una de las ventajas de actuar con inteligencia sobre un tejido tan deteriorado es que mejoras marginales ofrecen resultados inmediatos. O, al menos, acelerados.

La pandemia del coronavirus no es el fin de los tiempos ni del turismo. Los tests rápidos nos permitirán controlar con más eficiencia el flujo de infectados en puertos y aeropuertos, disminuyendo significativamente el riesgo de contagio. El próximo verano será más propicio que el de este año. Sin embargo, para un país como el nuestro, las lecciones son evidentes: hay que revertir la tendencia de fondo y apostar por la educación, la calidad institucional, el rigor presupuestario, el tejido productivo y, en definitiva, por un sano realismo que huya de los tópicos ideológicos.

El reformismo consiste en aspirar a ser como los mejores en lugar de guiarse por la melancolía de las sociedades fracasadas.