Dos noticias en paralelo. Por un lado, el Gobierno central decide legislar en la ley Celáa que los colegios de educación diferenciada (es decir, los centros sólo para niñas, que generalmente somos más listas y aprendemos mejor; o sólo para niños, que suficiente tienen con lo que tienen), van a dejar de recibir financiación pública para posibles conciertos.

Segundo anuncio. El Ejecutivo central lanza el globo sonda de subir el IVA de educación y sanidad privada al 21%, al parecer con el argumento de que son servicios que sólo utilizan las clases altas y su poder adquisitivo les permite asumir el incremento de coste.

En ese contexto nos encontramos con una familia normal, llamémosle García. La familia García, de clase media, compuesta por dos funcionarios con dos hijos en edad escolar, viven en un piso de tres habitaciones en el barrio de La Flota. Amueblado de Ikea, alquilando un apartamento en Mazarrón en verano y con un viaje a Madrid a ver el musical de El Rey León como gasto estrella de Navidad. Por sus convicciones morales, los García entienden que sus hijos van a recibir la educación más similar a sus valores en dos colegios: Nelva y Monteagudo.

Que estos centros sean de Fomento no necesariamente implica que todos los padres matriculen a sus vástagos en ellos por su inclinación religiosa. Puede ser que entiendan que su pedagogía es más atractiva y aporte más nivel, pueden entender que el entorno sociológico es mejor, que la educación diferenciada en sí sea un valor o quizás que guardan buen recuerdo de cuando ellos fueron alumnos ahí. También, por supuesto, puede ser que la religión sea el motivo fundamental. En cualquiera de los escenarios anteriores, están en su pleno derecho de educar a sus hijos como consideren oportuno.

Hasta ahora, una familia como los García, con unos ingresos que les permiten llegar a fin de mes y ahorrar lo suficiente como para tener un pequeño capricho, pero no como para destinar 1500 euros de gastos fijos a pagar la matrícula de un colegio, tendrán que dejar de dar a sus hijos la educación que ellos creen que merecen. La permeabilidad social que permitía mezclar a familias del más alto escalafón social con otras que simplemente entendían que unos colegios, por el motivo que sea, son mejores que otros, va a desaparecer.

Los colegios de educación diferenciada, así como otros tantos centros privados hasta ahora relativamente asequibles para familias como los García, van a seguir existiendo en sociedades como la nuestra, pero ésta vez sí se convertirán en centros de élite. Colegios con modelos educativos distintos a los que ofrece la enseñanza pública, y en ocasiones con indudable mejor resultado que ésta. Establecimientos en los que los hijos de familias de clase alta, que por azar nacieron en una cuna de oro en una mansión de Altorreal en vez de en un piso interior de Vistalegre, van a tener la oportunidad de convertir centros educativos en auténticos guetos de primer nivel a los que sólo se podrá acceder por la cuenta corriente y nunca por el talento. La educación como ascensor social queda reducida, una vez más, a un eslogan que choca con la realidad de nuestros Gobiernos.

La presión ideológica del socialismo reinante contra los ricos es racional en su esquema. El problema es que, como siempre, intentando fastidiar a los nobles de apellidos compuestos, el que acaba en la calle se suele apellidar García.

Esperemos que los echen a tiempo. A los del Gobierno, claro.