El que escribe estas líneas ha sido votante de Ciudadanos en los últimos tiempos. Pero además, no los votó de una forma circunstancial, tal y como se plantea el panorama electoral español de los últimos tiempos, cuyos electores pasan de Podemos a Vox en apenas unos meses. Este articulista votó a Ciudadanos con convencimiento, siendo consciente de sus deficiencias y de sus puntos fuertes. Los votó con empeño e ilusión en abril de 2019, con la esperanza de obtener un resultado que diese un vuelco a la historia reciente de nuestro país; y los votó con dolor, vestido de funeral, en noviembre del mismo año, cuando ya era evidente que moriría desangrado en las urnas.

En la génesis de Ciudadanos hubo un proyecto firme y convincente de una España que quería ser diferente y moderna. Un país que se miraba al espejo con orgullo, pero que se dirigía hacia adelante porque el futuro era prometedor. Fue Ciudadanos el único partido que plantó cara al independentismo en Cataluña, cuando eran apenas un grupo de amigos reunidos en un café. Y lo confirmó cuando resultaron vencedores en las elecciones catalanas de 2017. Mientras el PP y el PSOE cuarteaban la Educación, la Sanidad, la Justicia y prostituían los pilares básicos del Estado por sacar a flote unos presupuestos, Ciudadanos se mantuvo firme en su defensa de los valores de unidad e igualdad de todos los españoles. Solo de esta forma se puede entender que el mayor enemigo del nacionalismo cateto (perdónenme el pleonasmo) fuera Rivera y su tropa. Nunca los Rufián, Tardá, Torra, Esteban y Otegi se han sentido tan arropados por el manto de Madrid que con Rajoy y Sánchez, por no remontarnos a tiempos pasados, donde se hablaba catalán en la intimidad o se cortaban Estatutos de Autonomía a la medida de un político mesiánico.

Pero todo eso ha acabado. Y lo ha hecho con una velocidad vertiginosa, porque la historia se ha empeñado en hacer de España un campo convulso de cambios y acontecimientos patéticos que se van acumulando en la retina del observador. Ciudadanos no es ya un partido que encarne los valores de una posible España (esa llamada 'Tercera España' suena demasiado cursi), liberal y avanzada, despojada del conservadurismo rancio que tanto se ha enquistado en nuestro país y ajeno a los populismos de la izquierda que nos gobiernan. Y Ciudadanos se ha desprendido de esa misión porque lo han abandonado los votantes. Pero sobre este hecho hay varias causas.

Por un lado, debemos reconocer la inexistencia de un fondo liberal en nuestra sociedad. Nuestro país lleva cuarenta años deshojando la margarita entre la izquierda y la derecha. Los partidos tradicionales han soportado corruptelas, engaños, crisis internas y mediocridad. Nunca antes el PP tuvo un líder tan apático como Casado. Nunca antes el PSOE fue dirigido por una persona tan sin escrúpulos como Sánchez. Ambos han llevado a sus partidos a la peor cifra de votos en décadas, pero saben muy bien que gobernar esos partidos los inmuniza. Agachan la cabeza cuando los tiempos vienen malos y se aferran a la silla. Cuando el viento cambie, se encontrarán sentados en el trono. Así lo hizo Sánchez, tras llevar al PSOE a 85 diputados en 2016. Eso mismo tiene pensado Casado. Vencer por aburrimiento. A lo Rajoy. Y los españoles estarán ahí para auparlo.

De las últimas elecciones generales, ningún partido pudo sentirse satisfecho salvo Vox. Sin embargo, fue Albert Rivera el único que presentó su dimisión. Lo tenía que hacer. No había salida. Rivera murió políticamente porque lo apostó todo contra Sánchez. Y descubrió que los votos de Ciudadanos no le pertenecían. Eran votos prestados. Y siempre ha sido así. El descontento de socialistas y populares tiene fecha de caducidad y Ciudadanos está instalado en una frontera peligrosa que no concuerda bien con el tradicional votante de este país. España se hastió de bipartidismo pero ahora descubre los horrores de la fragmentación política.

Sin embargo, protesto enérgicamente contra el argumento, instalado en el imaginario español, de que Rivera perdió cuarenta diputados, de abril a noviembre, por no querer hacer presidente a Sánchez. El primero que rechazaba de plano esa unión fue el mismo Sánchez, a sabiendas de que con Ciudadanos en el poder tendría la correa demasiado corta, mientras que con Iglesias (que tampoco sabe conjugar el verbo dimitir) es él el que dirige al perro. Ciudadanos fue el único partido que murió cumpliendo su programa electoral. En el congreso interno celebrado en 2019, decidió por amplia mayoría no investir bajo ningún concepto a Sánchez. Los Toni Roldán de turno votaron a favor de esa línea roja, aunque después fueran alumbrados por el fuego de la revelación y abandonaran el partido. Rivera cumplió su palabra de no investir a Sánchez y pagó por ello. Pero Ciudadanos no se ha desintegrado por el bloqueo político, sino porque la conciencia del votante español es práctica.

Ahora Ciudadanos es presidido por una de las mejores políticas que alberga el Congreso. Inés Arrimadas dirige una nave que se hunde en un momento donde cada uno busca su tabla de salvación. Me entristece observar cómo en los últimos meses Ciudadanos soporta una humillación tras otra. Sentados en la misma mesa de Sánchez, creen hacer el bien para el país, aprobando unos presupuestos o prorrogando el estado de alarma. Pero son fuegos artificiales. Sánchez no acabará su misión hasta que Ciudadanos no saque ni un diputado. Su objetivo es la destrucción de un partido que un día pudo hacerle sombra, y la estatura de Sánchez es tan escasa que temió no salir nunca de la oscuridad. Por eso no entiendo que Arrimadas se preste a este juego obsceno. Un Gobierno que se reúne con Bildu, que coquetea con ERC en cada esquina del Congreso, que manosea a la Justicia de forma tan descarada y que tiene en la cara opuesta a Iglesias y sus acólitos no merece ni una oportunidad más. Espero que Arrimadas no caiga en el error de creer estar dando aire a España, cuando en realidad envía oxígeno a Sánchez.

Aún recuerdo la noche del 10 de noviembre de 2019. Ciudadanos acababa de perder cuarenta diputados. De izquierda a derecha, todos lo celebraban. Lo hizo Podemos, con un odio visceral porque Rivera desnudaba a su líder supremo en cada debate; lo hizo Sánchez, contento de que el Parlamento pasase de tener 50 diputados liberales a 50 de Vox (algo bastante definitorio de quién es Sánchez); lo hizo Casado, aliviado de ganar la liga de los perdedores; lo hizo Vox, porque el tablero político huía del centro y se refugiaba en los extremos; y lo hicieron los partidos independentistas, porque nunca han estado tan en peligro como tras el éxito de Ciudadanos (ahora saben que el Congreso de los Diputados es un colchón de plumas donde acostarse). Sorprende la virulencia con la que se asumió la derrota del partido. Ahora recogemos los frutos, a uno y otro lado. El drama de Ciudadanos es el drama de España.