A estas alturas de la legislatura, cuando aún no se ha cumplido un año de las elecciones del 10 de noviembre pasado que dieron origen al primer Gobierno de coalición de izquierdas desde la II República, ya nadie duda de que la crisis de la Covid-19 se está solapando con (y restando protagonismo a) una durísima campaña de acoso y derribo al Gobierno, que tuvo su corolario en el último debate de control al Ejecutivo del miércoles de la pasada semana. Haciendo uso del sostenido mantra sobre la ilegitimidad del mismo, las derechas, que luchan denodadamente por disputarse su hegemonía (moción de censura de Vox), están aprovechando la emergencia sanitaria actual para la interposición de querellas contra la gestión gubernamental, a la que se hace responsable del alto número de muertes ocasionadas por la pandemia. Al PP no le interesan las muertes, sino derribar al Gobierno. Por lo mismo resulta indignante, para quienes vemos cada vez más clara una salida en clave republicana a la grave situación política y social actual, la clara incorporación del monarca F elipe VI a esa operación de zapa, acoso y derribo.

El constitucionalista Javier Pérez Royo, que cree que el conflicto constitucional entre el Gobierno de la nación y el de la Comunidad autónoma de Madrid «puede poner al sistema político español en una situación límite», ve igualmente grave esa injerencia de la Corona en la acción de Gobierno, por la llamada del rey al presidente en funciones del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), Carlos Lesmes, para expresar su disconformidad por su ausencia del acto, celebrado en Barcelona, de entrega de despachos a los nuevos magistrados.

Pérez Royo hablaba, hace unos días, de la necesidad de que el Gobierno ejerza una labor 'pedagógica' sobre el rey, recordándole su papel constitucional. Y es que la situación no es nueva: el monarca ha tomado partido, en varias ocasiones, en situaciones en que debiera haber observado la más estricta neutralidad. Recordemos su incendiario discurso, con autoría indudablemente procedente de la Zarzuela, del 3 de octubre de 2017, contra una parte del pueblo catalán, y su 'disgusto' por la celebración de una ceremonia civil, y no religiosa, de homenaje a las víctimas de la pandemia, entre otras.

Felipe VI parece haber olvidado que, según el artículo 1.3 de la Constitución de 1978 (CE 78), España es hoy una monarquía parlamentaria, en la que el rey reina pero no gobierna (sus actos necesitan el refrendo del Gobierno, según el artículo 64 de la CE 78), a diferencia de la monarquía constitucional que estuvo vigente durante 47 años a partir de la Constitución canovista de 1876, con soberanía compartida del Rey con las Cortes y en la que el Gobierno debía contar con la confianza regia y parlamentaria.

La monarquía actual, al ser una magistratura hereditaria, no tiene legitimación democrática (Pérez Royo). Es más, para abundar en esa ausencia de legitimidad de origen de la monarquía española, añadiríamos que habría que recordar que todo el 'edificio' de la Transición se construyó pese a que la Disposición Derogatoria de la CE 78 dejó sin efecto la Ley de Sucesión en la Jefatura del Estado de 26 de junio de 1947, que constituía a España en un Reino (sin rey) y que tuvo su concreción en la designación por Franco del entonces príncipe Juan Carlos de Borbón como su sucesor, a título de rey, en 1969. Estos actos del franquismo, a mi juicio, refuerzan la falta de legitimidad de la monarquía actual, aunque fuese 'bendecida' por los padres constituyentes a la hora de redactar nuestra Carta Magna.

La injerencia de Felipe VI (que, indudablemente, se muestra más cómodo con la derecha y próximo a ella) en los actos del Ejecutivo suena a añoranza de aquellos periodos de nuestra Historia en que la Corona (con Fernando VII, Isabel II, Alfonso XIII), aunque con actos más que reprobables, ejercía un papel preeminente en la política española.

Pero si grave es la injerencia del monarca en las acciones del Gobierno, no menos grave es el frente que la tercera magistratura del Estado, el Poder Judicial, ha abierto contra aquél. La filtración de la conversación de Carlos Lesmes con el rey hay que enmarcarla en ese sentido. El presidente del CGPJ y del Supremo ha usado la Corona como un ariete para erosionar más al Gobierno. Recordemos que Moncloa intentó, para blindar al monarca, retrasar la entrega de despachos a los nuevos magistrados, para alejarla de la fecha en que se conocería la inhabilitación de Torra y el aniversario del 1 de octubre de 2017 en Cataluña. Lesmes amenazó precisamente con hacer coincidir el fallo con esta última fecha. Lo que ocurrió después es sabido.

Estas acciones desestabilizadoras del tercer poder del Estado, calificadas por algún analista como el 'enemigo interior', son el resultado de la no depuración, en su día, de la judicatura, como sí se hizo durante la gestión de Narcis Serra con las Fuerzas Armadas. Perviven elementos conservadores en aquélla y en una institución, el CGPJ, cuyo presidente tiene mucho poder. En opinión del magistrado Joaquim Bosch, autor junto a Ignacio Escolar de El secuestro de la Justicia, el CGPJ adopta decisiones importantísimas como el nombramiento de los magistrados de todas las salas del Tribunal Supremo (recientemente ha habido seis); la elección de los magistrados de las salas Civil y Penal de los Tribunales de Justicia de cada comunidad autónoma, y la designación del presidente de la Audiencia Nacional y de los presidentes de las salas que la integran.

Otra cuestión tiene que ver con la composición del CGPJ. El artículo 122.3 de la CE 78 estipuló que, de los 20 miembros que lo integran, 12 serían elegidos por jueces y magistrados; 4, a propuesta del Congreso, y 4 a, propuesta del Senado, por 3/5 de los votos. No obstante, en aquellos primeros años de nuestra democracia nuestra judicatura era especialmente conservadora. Por ello, en 1985 se reformó la ley, de forma que los magistrados no fueran elegidos por el conjunto de la judicatura, sino atendiendo a las cuotas de poder de los partidos políticos, lo que acentuó el deterioro progresivo de la separación de poderes.

Hace unos días, la mayoría absoluta del Congreso (187 votos) exigió la renovación del CGPJ, frenada una y otra vez por los intereses partidistas de la derecha pese a que Carlos Lesmes ejerce en funciones desde hace dos años. Esa mayoría absoluta podría decidir modificar la legislación para que no sea necesaria una mayoría reforzada para renovar una parte (hasta doce vocales) de ese órgano judicial, dejando los ocho restantes a elegir por 3/5 de las Cámaras legislativas (CE 78).

En plena crisis sanitaria, económica, social y territorial, la virulenta campaña de las derechas para derribar al Gobierno con la indisimulada colaboración de la Corona y de sectores de la judicatura evidencia que nos hallamos ante una severa crisis institucional que amenaza a aquella Transición pactada bajo el ruido de sables y de la que se apropian con un sentido excluyente las derechas.

En ese contexto, las predicciones de quienes otean cercano un horizonte republicano no son nada desdeñables.