Cualquiera que esté mínimamente familiarizado con la historia de las ideas habrá reparado en que, desde un cierto momento en nuestra historia, los europeos hemos ido consolidando una muy mala opinión del hombre en todas sus formas y direcciones imaginables.

Seguramente fue Maquiavelo uno de los pioneros es rasgar el velo que cubría la furiosa ambición del hombre público, cuya naturaleza es cualquier cosa menos noble y de fiar. El Príncipe no es más que el prototipo aventajado de la ambición más deforme y del político más mendaz de nuestros días. Al menos desde entonces, los lectores europeos tienen razones para estar en el secreto, por todos conocido, de que la política es tierra de monstruos.

No obstante, la buena conciencia del hombre común tenía también los días contados. Sobre todo, desde que Hobbes sugirió que la gigantesca monstruosidad del poderoso era la única razón por la que los hombres comunes no se despedazaban entre sí. Solo un miedo inapelablemente superior habría sido capaz de moderar a los ciudadanos en una paz forzada.

La supuesta bondad natural cantada por Rousseau no era más que el recuerdo de lo que las sociedades y la civilización habían desfigurado de la forma más grotesca. En los pináculos más altos de la civilización no habitaban nada más que hombres con cuerpos y almas de quasimodos.

No es necesario completar el rosario de autores que va desde Schopenhauer hasta Sartre o Foucault, pasando por Marx o Freud, que no han hecho más que abundar en las deformidades de la conciencia y el alma de un sujeto del todo monstruoso. Todas las maldades, todas las depravaciones y purulentas laceraciones han sido cartografiadas con minuciosidad forense.

Ciertamente, si algo quedaba en pie del honor del hombre, las dos guerras mundiales lo pulverizaron. Pero todos los años y todos los autores desde entonces no han hecho más que convertir en cultura pop y de masas el vituperio escarnecedor de todo lo humano y del hombre mismo: ruina del mundo y depredador insaciablemente despiadado de todos los vivientes. Así que no son pocos los contemporáneos persuadidos de que ningún otro momento fue más aciago y funesto que el de la aparición de nuestra especie.

A tal punto ha llegado esta conciencia autoescarnecida que hasta los monstruos nos parecen modélicos y sus fechorías no son más que ejemplos de piedad contenida. Basta con echar un vistazo al bestiario contemporáneo para notar que, por ejemplo, los ogros ya no son lo que eran; y que las 'ferocidades' de Srhek no hacen más que transparentar más humanidad de la que cabe esperar en cualquiera de los humanos a los que espanta y atemoriza.

La interiorización de lo monstruoso como condición de lo humano ha terminado por humanizar a ogros, vampiros, extraterrestres, robots y mutantes, todos ellos más dignos y benignos que el común de los hombres, a los que tienen que poner a salvo de sí mismos al tiempo que esquivan su ceguera homicida. De hecho, la estética y la narrativa contemporáneas solo toleran la representación de alguna noble dignidad humana si la encarnan seres no humanos.

Toda esta incontable multitud de cofrades devotos de la deshonra humana tienen un adelantado que no solo está en los orígenes de este giro de la conciencia europea, sino que les precedió justificando cuanto se hiciera en esa dirección: Lutero. No pretendo responsabilizar al reformador de cada uno de los pasos que se anduvieron tras él. Pero la afirmación de la naturaleza corrupta del hombre y de la incapacidad de enderezar no ya los actos sino los deseos e inclinaciones del hombre, no había sido afirmada con tan vehemente rotundidad, y, sobre todo, con tanto éxito como el que cosechó la encendida predicación del reformador.

Desde entonces, todo lo que no sea denunciar y sospechar de la irreparable torcedura de lo humano, pasa por ser superficial ingenuidad, candidez desapercibida, cuando no hipocresía contumaz. La condición de sospechoso le habría sobrevenido al hombre como su condición más justificada.

Pero esa inapelable y genérica inculpación de lo humano, precisamente por ser invencible y universal, tiene el paradójico efecto de exculpar a los individuos contados de uno en uno. En el fondo, todos los hombres, menos los que lo niegan, son víctimas: damnificados de las injusticias sociales, de los prejuicios de las tradiciones patriarcales, de la agresividad belicista y depredadora de la especie, de la furia anónima del capitalismo, de la ominosa latencia de las morales inculpatorias y de las religiones del pecado.

Y así queda operada la metamorfosis que da cuenta de nuestro estado actual: todos culpables en tanto que humanos, pero, por eso mismo, inocentes en tanto que individuos a los que la sospecha hace autoconscientes de la depravación humana. La antropología de la sospecha es en realidad una hipérbole exculpatoria que se consuma mediante el activismo de la denuncia.

Es el mismo efecto que en el plano religioso tuvo la afirmación luterana de la naturaleza empecatada del hombre: los sujetos que la proclamaban se ponían así a salvo de la culpa que les oprimiría si, pese a todo, siguiera siendo posible hacer el bien y reprochable lo contrario.

Por el contrario, la resistencia a identificar lo humano como monstruoso, no consiste en afirmar la benevolente inocencia victimaria del individuo; más bien al revés, conduce a escrutar y reconocer las fallas más aciagas de lo humano como arraigadas en el individuo, en cada uno, todos los cuales, contados de uno en uno, pueden todavía resistirse y ennoblecerse con esa resistencia.

Como dice Gustavo Martín Garzo, los ogros no están en los cuentos «solo para asustar a los niños, sino para hablar de lo que también inevitablemente somos, aunque no nos guste». No es que los hombres sean monstruosos sin remedio, y, por tanto, irresponsables, es que los monstruos ponen a los hombres ante la propiedad de su propio destino enseñándoles lo que son si se rinden, pero también lo que pueden evitar llegar a ser.

Lejos del descreído y satisfecho cinismo que pasa por ser mero realismo, lo cierto es que solo se ve mejor la realidad cuando se ve también lo mejor, incluso a través de las sombras que lo ocultan y ahogan: ver mejor es también ver lo mejor.