Un pavo siempre alimentará más bocas que un ganso, por eso, en el cuento de Dickens, Scrooge compró el de la familia Cratchit. Pero mientras no tenga un ejército que sentar a la mesa el ganso resulta mucho más delicado, comestible y sabroso. También es más romántico para los anglosajones: evoca la buena vida del countryside y los corrales bucólicos de Thomas Hardy. Me he acordado madrugadoramente del ganso, que es plato navideño en Gran Bretaña, Alemania y Polonia, después de releer El carbunclo azul, uno de los casos del inigualable Sherlock Holmes. El ganso, que no es habitual en los países del sur de Europa, se puede cocinar quitándole antes los muslos para elaborar con ellos el confit, pero lo más importante a la hora de darle su punto es colocarlo sobre la rejilla del horno para que la grasa se filtre y la piel quede crujiente. Con la grasa, los británicos hacen más tarde las patatas. En El carbunclo azul, la piedra preciosa de la condesa de Morcar es hallada en el buche de un ganso que, junto a un sombrero, es protagonista de esta historia publicada originalmente en 1892 en The Strand Magazine. Se la recomiendo igual que el resto de aventuras del genial detective fruto de la imaginación de Arthur Conan Doyle.

Conan Doyle era escocés, de Edimburgo, no es difícil imaginárselo desayunando las veinticuatro horas del día. De hecho es a lo que acostumbran Holmes y el doctor Watson: desayunos, aves, patés de hígado y carnes frías. Se come mucho en los relatos del sabueso de Baker Street pero no siempre se abunda en el detalle gastronómico, porque la comida importaba hasta donde llegaba el interés victoriano por ella. En Holmes y Watson no parece ser tampoco una gran preocupación, en tanto que correr y viajar de un lado a otro sí es la rutina. En cualquier caso se mencionan con frecuencia los desayunos, el hecho de que existan, se pospongan o se salten por completo, la primera colación del día está presente: jamón y huevos duros, tostadas, té, cacao y hasta pollo al curry. Las más veces es el característico full english, que a lo largo de décadas de alimentación británica ha combinado las resistentes salchichas inglesas con las repugnantes baked beans (alubias) de Heinz.

En las cenas, tras una relajada discusión, Holmes y el buen Doctor parecen preferir la caza: el citado ganso, la becada, el faisán, la perdiz, los patés de hígado, el foie gras o un simple sandwich. Si al lector le da por seguirle la pista a las verduras apenas encontrará unos guisantes, y eso que el movimiento vegetariano fue muy activo en el siglo XIX, con el poeta Shelley como ferviente defensor. Conan Doyle, escocés entusiasta de los salmones y del haggis, no debía de estar en esa línea.

El restaurante preferido de Holmes y Watson era, sin duda, Simpson's Grand Cigar Divan, en el londinense Strand. En La aventura del detective moribundo, después de tres días de ayuno y al final del caso, Holmes le dice al buen Doctor: «Cuando hayamos terminado en la comisaría, creo que no nos vendría mal tomar algo nutritivo en Simpson's». Y en La aventura del cliente ilustre, la pareja se cita en el restaurante, donde, sentados ante una mesita junto al ventanal contemplan el bullicioso ajetreo de la ciudad. En la 'del cliente ilustre' llegan a cenar allí hasta dos veces.

Inaugurado originalmente en 1828 como club de ajedrez y cafetería, Simpson's Grand Cigar Divan se convirtió en el hogar de los aficionados a este juego. Para evitar perturbar las partidas, los empleados llevaban a la mesa un carrito con cúpula plateada con grandes porciones de carne de res y la cortaban allí mismo para el cliente. Entonces encarnaba lo mejor de la comida británica. En 1904 fue remodelado cuando se amplió el Strand y el nombre cambió a Simpson's Tavern and Divan. Hoy se llama Simpson's in the Strand y sigue allí, a dos pasos del Hotel Savoy, manteniendo la tradición del joint (carne de buey, ternera, carnero con patatas y coles hervidas, sin más acompañamiento que su propio jugo) y del sunday roast, el carver (el cortador) y los antiguos carritos. Un poco más al norte, en Maiden Lane, se halla otra reliquia, el Rule's, que sirve a sus clientes desde 1798. Joseph Cecil Wingard le dedicó un largo poema («Here one may dine most splendidly, / On game and fish and english tea / Here oysters, ugly though they be€»).

Las galletas de la señora Hudson, que Holmes mastica después de los tres días de ayuno de La aventura del detective moribundo antes de concertar con Watson una nueva comida en el Strand, y el ganso del carbunclo azul me han proporcionado estos días entretenimiento y diversión. Pero la literatura de aventuras conduce, además, a digresiones de tipo gastronómico. Por eso ha investigado sobre el ganso, aunque sea de manera intemporal y demasiado madrugadora, por si alguien quiere aplicar la teoría culinaria a un simple pato de buen tamaño, dado que en estas latitudes no es habitual encontrar el Brecon Buff de Swansea, ni los gansos blancos de Embden que tanto gustan a los alemanes. Esa inefable escocesa que es la señora Hudson lo asaría probablemente de esta manera. Lo limpiaría por dentro y lo rociaría con el jugo de un limón. Rellenaría con las rodajas de otro su cavidad junto a un puñado de hojas frescas de salvia. Lo salpimentaría, lo pondría al horno sobre una rejilla y una fuente honda para que vaya recibiendo la grasa. A 180 grados, el tiempo que sea preciso en función del tamaño de la pieza. A mitad de la cocción retiraría la grasa acumulada en la fuente, reservándola. Probablemente más de una vez. El ganso estará listo cuando la piel resulte crujiente y la temperatura interna de su carne alcance como máximo los 75 grados. Lo habitual es servirlo con patatas salteadas en su grasa, zanahorias y chirivías.