Parece que la tan anhelada reforma de los dineros en la Iglesia ha comenzado tras siete años de un pontificado marcado por la reforma como elemento estructural del mismo. El papa Francisco ha encargado a un jesuita español, persona de su absoluta confianza, el control de los miles de millones que el Vaticano controla de una manera o de otra. Hasta ahora esto era responsabilidad de la Curia vaticana, donde distintos prelados administraban los dineros según les parecía más conveniente, a veces con resultados escandalosos para propios y extraños. El último caso ha sido el del cardenal Becciu, a quien se acusa de haber realizado inversiones poco prudentes en beneficio propio y que sigue viviendo en una lujosa vivienda con un sueldo más propio de los gestores de 'este mundo' que de los seguidores de un tal Jesús.

Desde que se imprimiera a fuego aquella frase «no podéis servir a Dios y al dinero» no son pocos los que han buscado formas de seguir sirviendo a Dios sin dejar de servirse del dinero. Otros, consiguieron servir al dinero mientras aparentaban servir a Dios. Los menos lograron servir a Dios sirviéndose del dinero, porque llegaron a entender que el dinero es como el estiércol: en sí mismo peligroso para la salud, pero fructífero cuando se mezcla en los campos de cultivo, pues es el impulsor del crecimiento de los sembrados.

El dinero debe ser siempre y solo un instrumento al servicio de la sociedad, la comunidad o las personas; un medio para que circulen los bienes entre las personas; un don que permita la solidaridad y la justicia; una herramienta de trabajo. Por eso, urge una modificación de las funciones que tiene el dinero en las sociedades modernas: medio de pago, depósito de valor y unidad de cuenta. Como medio de pago es un instrumento de utilidad contrastada y un gran servicio a la sociedad. Como unidad de cuenta se debe mantener siempre que no se confunda valor y precio, como dijera Machado. Ahora bien, como depósito de valor el dinero es un gran peligro para la sociedad, pues determina el grado de acumulación de riqueza.

El dinero como depósito de valor es el peligro al que se refiere la frase evangélica. El ser humano se ve empujado por la codicia de la riqueza que permite el control sobre los demás. Esta tentación ha rondado a la Iglesia desde hace muchos siglos y bien parece que le cuesta ver el peligro que entraña la seguridad de atesorar el pan de varios años que impide dejarse estar en la absoluta inseguridad de solicitar el pan nuestro de cada día. Los dineros en la Iglesia deben ser tratados como estiércol que abona el campo (inversión), como herramienta para la justicia social (distribución) y como heredad de los pobres (desprendimiento). Al fin, administradores somos todos de bienes ajenos. La vida, la naturaleza y la propia existencia son un don que hemos recibido para compartirlo.