Solo quien defiende ciegamente una postura considera a priori que sus argumentos son irrebatibles. Y los hay que lo hacen con una vehemencia más allá de toda mesura, creyendo equivocadamente que por repetir algo alcanza la categoría de verdad universal, cuando lo cierto es que todos los excesos causan hartazgo. Especialmente cuando se carece de argumentos de peso y no se aceptan los de quienes no coinciden con nuestros posicionamientos. Es recomendable siempre el justo equilibrio, que preconizaban los clásicos.

En el frontispicio del templo de Apolo, en Delfos, se leía ????? ???? ( mêdén ágan), esto es, nada en exceso, palabras atribuidas al poeta, legislador y político Solón de Atenas, uno de los Siete Sabios de Grecia. Horacio recomendaba y practicaba la 'aurea mediocritas' (entiéndase el sustantivo no con las connotaciones peyorativas que para un hispanoparlante tiene 'mediocridad', sino en el sentido de moderación o término medio), y hasta Ovidio lo aconsejaba, y eso que él no era precisamente un prodigio de prudencia ni de discreción, como en sus versos lamenta al referirse a carmen et error: su temperamento apasionado y su carácter rebelde y contestatario parece que le pasaron cara factura si creemos en la difundida noticia de su exilio por mandato del emperador Octavio Augusto. En sus versos leemos recomendaciones que bien le valiera haber seguido, como el 'in medio tutissimus ibis', de sus Metamorfosis, palabras puestas en boca del célebre inventor ateniense Dédalo, recomendando cautela a su hijo, el joven e imprudente Ícaro, que haciendo caso omiso a la advertencia paterna de evitar aproximarse al sol precipitó su ruina cuando el astro rey con su calor disolvió la cera que unía las improvisadas alas que le habían permitido escapar del laberinto del Minotauro. El desobediente Ícaro cayó al mar, donde su recuerdo quedó inmortalizado en la isla de Icaria, que recibió su nombre como mérito póstumo del que no pudo disfrutar.

A través de la palabra y del razonamiento al que debe ir siempre ligada nos es posible entendernos: hablando, dicen, se entiende la gente. O debería. Claro que para ello es preciso que exista voluntad de entendimiento, y no de embrollar y confundir, manipulando la opinión ajena con palabrería hueca, y desdecirse, diciendo digo donde se dijo Diego. Intelligenti pauca, en román paladino «a buen entendedor pocas palabras bastan». Nuestro problema no son los idiomas. Babel no tiene que ver con la riqueza que implica compartir idiomas, pensamientos, puntos de vista... sino con la imposibilidad de entenderse a pesar de hablar una misma lengua. Defender una idea es legítimo y es un ejercicio sano, como lo es entablar un diálogo con la intención de aproximar posturas y llegar a acuerdos, especialmente cuando los que han de dialogar son representantes políticos, que parecen olvidar que se deben a los ciudadanos, quienes con su voto les han posibilitado ejercer (y no detentar) su cargo. Si siguieran el ejemplo de Solón otro gallo nos cantaría. Nada es inamovible, los marcos legales tienen su justificación precisamente en tanto en cuanto instrumento para establecer normas que deben cumplirse para facilitar la convivencia, no para servirle de obstáculo.

Utilizar banderas e idiomas como arma arrojadiza no puede sino acarrear enfrentamientos con consecuencias nefastas, como la historia (para Cicerón 'magistra vitae') nos enseña. Ciertamente es triste que ni siquiera una situación como la que estamos sufriendo mundialmente, una crisis sanitaria con los consiguientes e inevitables problemas sociales, con dramas familiares de magnitudes difícilmente imaginables, consiga aparcar diferencias. Pero por desgracia aún es más preocupante que triste, porque en un campo minado lo último que hay que hacer es echar gasolina y encender la mecha. Si no se entiende la necesidad de reconciliar posturas y, por el contrario, se cede a la tentación de tratar de sacar rédito político y verter acusaciones en una insufrible e insultante actitud de patio de colegio, pronto veremos cómo las dificultades crecen a un ritmo descontrolado. Y esto es sólo el principio.

Cuando hace más de un cuarto de siglo comencé a trabajar en la elaboración de mi tesis doctoral, y a investigar sobre el Ibis, última obra del exilio de Ovidio, una de las palabras que con más frecuencia aparecía en la bibliografía consultada era la de 'confinamiento'. La asociaba con el hecho de que se le relegó a los 'confines' del Imperio, en la actual Dobrudja, en la rumana Constanza, lugar fronterizo en una tierra en la que los belicosos pueblos de sármatas y getas vivían enzarzados en permanentes luchas. Poco podía pensar que 2000 años después yo misma, junto al resto de habitantes del planeta, experimentaría el confinamiento, que este podría tener lugar en nuestros propios hogares, y que los políticos que nos rigen, a la manera de sármatas y getas, se enfrentarían entre sí con el falso pretexto de salvar a la Patria.