es diré que desde que Dios condenó a nuestro padre Adán a ganar el pan con el sudor de su frente, sus desgraciados hijos hemos vivido en un permanente estado de obligación, asediados por mandatos e instrucciones que nos dicen lo que tenemos que hacer, cómo y cuándo: manuales de instrucciones para manejar electrodomésticos, maquinarias, dispositivos digitales, automóviles o muebles; recetas para cocinar esto o aquello; consejos para dormir, viajar, hacer el amor o el deporte; libros de autoayuda que nos mandan las penitencias que debemos cumplir para ser más delgados, más ricos o más queridos€

Parece como si a todos los preocupados por nuestro mucho y buen hacer, porque equivocadamente nos consideran adictos a la faena y estajanovistas de los trabajos forzados, se les hubiera olvidado que la suprema aspiración del hombre es la feliz ocupación de no hacer nada: ser rico o estar jubilado para no trabajar, ponerse enfermo o fingirlo para no acudir al tajo, que lleguen los domingos y fiestas de guardar, que pase el día y llegue la noche, que no amanezca, que haya un cataclismo que nos deje en la cama entregados al dulce oficio de no hacer nada€ E incluso sin excusa ni motivo, como un recurso preventivo que avisa de nuestra aspiración a no actuar: «Preferiría no hacerlo», como repetía Bartleby, el remiso escribiente de Melville.

Por eso, nuestra primera medida, establecida como una cuestión de principios, será proclamar nuestra adicción a la pereza como «costumbre adquirida de descansar antes del cansancio», según propugna Jules Renard, y tomar como lema aquel de Pessoa que nos dice: «No hagas hoy lo que puedas no hacer mañana»; si es que no nos encaja el «mejor no hacer nada que hacer cualquier cosa», de Francis Picabia.

Para la agradable tarea de no hacer nada no hacen falta estudios y se necesitan muy pocas herramientas. Una mullida cama, un sillón o una buena hamaca a la sombra de una higuera nos ofrecerán mil ocupaciones propias de desocupados: tendernos a la bartola, mirarnos el ombligo, matar moscas con el rabo, pensar en las musarañas, estar en los cerros de Úbeda, ser contadores de estrellas o inspectores de nubes.

Operaciones todas estas, y otras muchas más, que a algunos les parecerán incluso demasiado fatigosas, dados los preparativos y trámites que llevan consigo, por lo que conviene tener criados y servidores que nos rasquen la barriga, nos abaniquen a la hora de la siesta o nos escriban las memorias, sin que yo diga que deban ser negros ni blancos, en aras de la no discriminación racial que ahora se lleva. Así nosotros nos dedicaremos en cuerpo y alma al quietismo que ya propugnaba Miguel de Molinos, estando a la sopa boba o dejando la boca abierta para papar moscas o esperar que nos caiga la breva.

Con estas instrucciones que les doy no les quepa duda de que serán admirados y felices, y vivirán más porque «la mejor manera de no ser criticado es no decir nada, no hacer nada», como ya dijo Aristóteles, que de estas cosas, y de otras muchas más, sabía bastante.