Muchos son, afortunadamente, los monumentos convertidos en hitos de nuestro paisaje e identidad regional. Pero, posiblemente, no haya ninguno comparable a nuestra imponente y bellísima torre catedralicia, verdadero mástil de la ciudad de Murcia y su huerta, gigante de memoria multisecular, testigo privilegiado que la historia cinceló en piedra.

Hablaba hace unos meses con el profesor José Alberto Sánchez sobre su complejidad arquitectónica, la importancia de los diferentes artistas que la diseñaron y la exquisitez en su ejecución, presente en sus diferentes fases y estilos. Ambos llegábamos a la inequívoca conclusión de que ninguna otra torre, en la historia del arte, aúna semejantes características. Y esto tiene más miga de lo que parece, pues Murcia es experta en no reconocer y ponderar suficientemente las genialidades que esta tierra milenaria ha dado. Concluíamos, con asombro y tristeza a la par, en el escaso reconocimiento que existe, dentro y fuera de Murcia, a esa maravillosa mole arquitectónica que demoró su terminación casi trescientos años.

Todos conocemos la inmensidad de aquel genio florentino renacentista que cambió y culminó la escultura del Cinquecento: Miguel Ángel Bounarrotti. Mucho se ha escrito sobre él y sus creaciones. Ya Vasari, su primer biógrafo, nos comentaba su vida, obra y discípulos, entre los que se encontraba Jacobo Florentino. A este último debemos el primer cuerpo de nuestra torre, a un hombre renacentista que acercó a Murcia el arte más exquisito que desde Florencia se expandía por toda Europa. Solamente esto podría ser material para varias tesis doctorales. Sin embargo, pocas personas podrán sonreír, con la mayor de las satisfacciones, al tomar conciencia de que 'el divino Miguel Ángel' está presente en nuestra capital con la obra de un colaborador suyo. Así se lo explico cada año a mis alumnos de arte e intento azuzar en ellos la llama de la curiosidad por nuestro entorno, pero también el amor al riquísimo patrimonio artístico que nos circunscribe. Ya casi desde sus comienzos los problemas por la inclinación de la torre fueron manifiestos: la torre se inclinaba ante el pavor del cabildo y, de hecho, inclinada sigue siglos después.

Jerónimo Quijano desarrolló el segundo cuerpo renacentista. A él se deben los bucráneos y arpías más bellamente tallados que nos ha dejado nuestra historia del arte regional. Si me permiten el consejo, busquen su rincón en la Plaza de la Cruz y disfruten buscando maravillosos detalles en sus dibujos de piedra soñada.

Los dos cuerpos siguientes, que configuran el centro de la torre, corresponden a la traza de José López y, además de acoger el reloj y toda su compleja maquinaria (cuestión nada baladí en la época), se enriquece con los emblemáticos conjuratorios: verdaderos 'ojos' de la torre, visores de amenazantes tormentas y consuelo para los huertanos de antaño que, desde allí, esperaban conjuros y bendiciones que asegurasen sus cosechas de los meteoros del clima, siempre impredecibles.

Fue también José López el feliz responsable de la solución de la preocupante inclinación de la torre, lo que permitiría su terminación años después.

Para la culminación de sus 94 metros intervendría uno de los mejores arquitectos del neoclasicismo español, Ventura Rodríguez, con la colaboración del arquitecto valenciano Pedro Gilabert. Ventura proyectó una exquisita cúpula de tambor octogonal que aligeraba el imponente peso visual y solucionaba magistralmente lo que había comenzado con un planteamiento totalmente distinto y no exento de polémica.

272 años fueron necesarios para que hoy esté yo aquí escribiendo y ustedes construyendo mentalmente el mapa de esa sombra poderosa que sigue, por fortuna, dominando nuestra capital. Ha sobrevivido a varias guerras, catástrofes e imbecilidades humanas como la propuesta de su derribo tras un terremoto en el siglo XIX.

Tomen conciencia de su belleza, del empeño inverosímil que movió su construcción, de los estilos que colman su existencia: renacimiento, plateresco, barroco, rococó y neoclasicismo y, asciendan, asciendan sin prisa por sus rampas interiores como si de un prodigio habitable se tratara y, al llegar arriba, respiren y acaricien tiernamente su piel de piedra, porque posiblemente estén ustedes sobre la torre más bella del mundo.