Estábamos comiendo unas pizzas en el Mano a Mano. No sé de qué estábamos hablando, pero una de mis hijas encontró alguna excusa para sacar el móvil. Abrió una aplicación, quizá Instagram o Snachap, deslizó la yema del dedo por la pantalla unos segundos y nos mostró la fotografía de una chica en bañador. Era muy delgada, casi esquelética, las clavículas muy marcadas, los muslos finos y separados. «Todos queremos ser como ella», dijo. Yo me enfurecí y les solté un discurso bastante desafortunado sobre cómo las chicas se dejan manipular. No sabía lo que decía ni lo que quería decir. Olvidé que tienen dieciséis años y me limité a remarcar su ingenuidad y mi decepción. Ellas reconocieron que les gustan las cosas que le gustan a todo el mundo y que empiezan a apreciar algo cuando se lo ven a los demás.

Me di cuenta de que debería saber más de esto, que se ha convertido en el gran desafío del presente, como individuos, como sociedad: el caramelo envenenado de la tecnología, un poder oculto que lo sabe todo de nosotros y traduce la vida privada en datos para su venta en el mercado. Cualquiera ha tenido esa sensación por propia experiencia. La pregunta es si nos hemos resignado. Pero antes de hacerlo, deberíamos saber cuál es el precio. ¿Qué obtienen a cambio de facilitarnos la vida? Marta Peirano dice que la mecánica es simple: «Crear servidores que atraen usuarios para observar su comportamiento y usarlo para entrenar algoritmos predictivos de inteligencia artificial que procesan la información de cada individuo y la correlacionan con información estadística, científica, sociológica e histórica para generar modelos de comportamiento como herramienta de control y manipulación de masas». Se transforma la experiencia humana en material apto para la explotación comercial. Utilizan nuestros datos para estructurar el mundo a su medida de una forma en la que la primera víctima es la soberanía personal mediante la subordinación de lo humano a la máquina.

Si es verdad que nuestras vidas están manejadas por un poder que está fuera de nuestro alcance y no comprendemos por qué, el suelo se moverá bajo nuestros pies y las consecuencias serán imprevisibles. Ese es el peligro de aceptar de forma irreflexiva que lo que vemos (la realidad, las instituciones, la conversación pública) solo es un teatro, la función intrascendente con la que nos distraen.

A mí me da miedo que los que saben guarden silencio y que los demás, principalmente los jóvenes, estemos atrapados, sin darnos cuenta de que, a lo mejor, necesitamos cuestionar a fondo nuestra forma de vida.