Rafael Termes fue presidente de la Asociación Española de Banca durante la Transición. En mi recuerdo, se parece a Mr. Dawes, el banquero que en Mary Poppins codiciaba los dos peniques de los pupilos de Julie Andrews. Un tipo siniestro del que no se podía esperar nada bueno. Termes era un laureado miembro del Opus Dei y había escalado durante el franquismo a la cima de la oligarquía financiera que tantos réditos diera al régimen y que seguía intacta al comienzo del régimen del 78.

No albergo duda alguna de que un objetivo político de la Transición fue contrarrestar el poder financiero de los siete grandes bancos valiéndose de las cajas de ahorros, que asumieron iguales funciones y competencias que la Banca mediante una progresiva ampliación de sus facultades de contratación. Tampoco me cabe duda de que su desarticulación y práctica desaparición, más que un proceso de saneamiento y reconversión financiera con fondos públicos, fue una explosión inducida y controlada, no por la corrupción política, sino por la dinámica de la concentración del capital; en román paladino, el ánimo de lucro.

Las cajas de ahorros, por disposición legal, tenían excluido el fin lucrativo, de manera que sus beneficios se destinaban a fundaciones, obra social y actividades culturales diversas. Antes de la crisis del ladrillo, ya se buscaban fórmulas retributivas para los grandes impositores. Así nacieron las participaciones preferentes y la deuda subordinada, instrumentos de participación y remuneración del capital de las cajas o de emisiones de empréstitos, híbridos financieros y contables a mitad de camino entre la deuda y el capital. La remuneración respondía al capital o la deuda suscrita, pero además eran valores negociables en mercados secundarios, con lo que gozaban de cierta similitud con las acciones cotizadas. Todo ello con las bendiciones del Banco de España, faltaría más.

La reconversión en bancos era una epifanía anunciada tiempo ha. Sólo hacía falta una excusa y esa fue la crisis del 2008. Las dificultades de liquidez y los escándalos de corrupción política dieron lugar a un proceso de reconversión y concentración que acabó con la extinción de casi todas las cajas de ahorros. En el ínterín, la intervención de algunas entidades por el Banco de España: la díscola CAM, que obstaculizó la fusión con otras cajas y fue represaliada de forma ejemplar; la dócil Cajamurcia, que también fue intervenida y finalmente absorvida por Bankia; esta última concentró la gran ruina de las cajas, saneada con el dinero de la UE, por mucho que Rajoy negara la evidencia del rescate, que terminamos pagando todos los españoles; luego sacada a Bolsa con grandes alharacas para ocultación y refugio de ruindades y miserias políticas.

La noticia de estos días pasados vuelve a tener a Bankia en el centro del huracán: la fusión por absorción de ésta por Caixabank para formar el banco con mayor capitalización del país. El Banco de España se ha apresurado a señalar que tras la fusión, aún queda margen para otras y que la concentración bancaria no es un oligopolio. Pablo Hernández de Cos, gobernador del Banco de España, o no sabe griego o juega con la imprecisión de los términos. Porque monopolio es el mercado donde sólo hay un vendedor u ofertante, pero el prefijo griego ‘oligos¡ significa pocos y, realmente, ¿cuántos son pocos, cinco o veinticinco?

Que la economía española está en manos de unos pocos propietarios no es un descubrimiento para quien esté informado de la composición accionarial del Ibex. Los consejos de administración de los bancos, eléctricas, petroleras y grandes constructoras, son todos un mismo enjambre. Las inmobiliarias, filiales de la banca, sacan al mercado su parque de viviendas incautadas según la fluctuación del precio de la vivienda. Si no es un oligopolio, será un merengue con el que se hacen las tartas antes de repartirlas.

El gobernador del Banco de España, con independencia del color del Gobierno que lo nombre, siempre se ha caracterizado por defender los intereses del capital. Jamás leí un comentario suyo sobre el desastre que supone el despido de miles de empleados de banca cada vez que se produce una fusión. Tampoco le he leído declaración alguna en la que no apoye las políticas de austeridad, que como sabes, lector, es un eufemismo en el mundo de la economía para no pronunciar la palabra tabú: recorte de empleos y salarios. Tampoco lo dijo cuando las instituciones europeas señalaban que uno de los graves problemas de la economía española, antes de la pandemia, era el déficit salarial de los trabajadores españoles, su precaria contratación y, a pesar de ello, el altísimo nivel de paro; demostración palmaria de la falacia de que la austeridad cimenta el crecimiento económico.

De las últimas concentraciones bancarias, sólo una no ha sido un contubernio en torno a un euro, lo que pujaron el Sabadell por la CAM y el Santander por el Popular. Fue la compra de BMN por Bankia, en la que el Estado tiene una participación accionarial. El coste de la adquisición, en puridad contable, merma el beneficio de la adquirente y el dividendo del accionista, sea privado o público. Ahora, con la fusión por absorción de Bankia, el Estado ve considerablemente disminuida la participación en la entidad resultante. En el gran negocio, la banca siempre gana y el Estado siempre pierde.

Queda, por último, una evidencia más de la connivencia de la banca y la política. La comprobaremos en un juego que te propongo, amable lector, pues no tengo noticia de ninguna fusión bancaria que no haya sido eximida del impuesto societario que grava con un 1% del capital adquirido o el resultante de la fusión. En el caso de Caixabank y Bankia, sería un buen pico. Pero yo apuesto a que no habrá pago del impuesto, aunque también éste sea un gasto deducible.