Mi artículo de la semana pasada, sobre la fantasía arquitectónica que el dinero del Grupo Orenes y el ego del arquitecto Manuel Clavel nos han plantado en Juan de Borbón, no dejó al parecer contento ni a tirios ni a troyanos. La mayoría de los comentarios al artículo eran críticos, no del artículo, sino del edificio y de su objeto social, el juego. Es posible que quisiera dulcificar los términos del texto (siempre me gusta diferenciar el pecado del pecador) hasta el punto de que algún comentario se refería a él como 'otro publirreportaje', lo que denota que alguna gente solo se lee el titular del artículo y no su contenido. En fin, bienvenidos sean los comentarios desde todos los ángulos y colores ideológicos. Para eso es un artículo de opinión también: para que los lectores expresen la suya. Pero hubo un comentario en concreto que me llegó al alma. No supe si llorar o reírme al leerlo. En su comentario, el autor especulaba (no sé a cuento por qué, realmente) sobre la posible condición de funcionario del autor del artículo. Hay que joderse.

Ya nos gustaría a muchos españoles, y yo me incluyo, tener la condición de funcionarios cuando llegan crisis como la que estamos atravesando ahora. Un empleo blindado, con un 40% de ingresos superior a la media en el sector privado por el mismo desempeño, según un estudio publicado por el diario El Mundo durante la pasada crisis, no es moco de pavo precisamente. Como dice el mago More en una de sus más felices invenciones «mis padres dejaron de creer en Dios cuando se hicieron funcionarios, porque se convencieron de que no podía existir otra vida mejor». Bromas aparte, cuando nos referimos a los funcionarios en un cierto tono peyorativo, nos estamos imaginando el típico burócrata chupatintas con mala cara poniendo pegas al ciudadano y exigiéndole información y documentos que la propia Administración tiene que poseer por fuerza, ya que nuestra vida está documentada y certificada por uno u otro papel oficial desde la cuna a la tumba. Quiero creer que ese tipo de funcionario burócrata muevepapeles está en franca regresión, desplazado por ordenadores en general y la inteligencia artificial que soporta, cada vez más inteligente y menos artificial.

Lo que nunca entenderé es el modelo de funcionariado de raigambre napoleónica que supone que la capacidad y el mérito permanece incólume durante toda la vida una vez superada la oposición correspondiente. Prefiero sin duda el modelo británico de 'servicio civil', mucho más restrictivo en los ámbitos en los que se aplica, menos rígido a la hora del cese o exclusión del sistema del infractor y mucho más exigente en general con los empleados públicos de carrera.

Pues sí, no acertaba ni de lejos el comentarista de mi artículo de la semana pasada que especulaba con mi condición de funcionario. Nunca se me ha pasado por la cabeza seriamente la idea de serlo. Mi abuelo lo era (brigada de marina en su caso), pero como era emprendedor y ambicioso, montó en el patio de su casa en Santa Lucía un cocedero de cal y un molino de áridos, cuya imagen aún tengo en el recuerdo, pues el negocio del abuelo dio pie al negocio de mi padre, también emprendedor en el mismo sector de los materiales de construcción. Y era tan buen emprendedor, que se arruinó un par de veces cuando las crisis periódicas se llevaban por delante la parte más débil del sector de la construcción en el que él estaba, que es el de la fabricación. Cuando hay una crisis en el sector inmobiliario, algunos promotores se desentienden de los compromisos con los compradores de los pisos a medio construir y toman las de villadiego. Los constructores tampoco lo tienen difícil, porque hacen mutis por el foro cuando la crisis arrecia y vuelven a contratar a la misma cuadrilla cuando la tempestad amaina. Pero el que siempre se queda al final de la pirámide, soportando las deudas que los promotores y constructores han dejado de pagar, es el que tiene una fábrica en funcionamiento, con suelo, instalaciones y maquinaria a la vista.

Cuando en un momento determinado decidí incorporarme a trabajar con mi padre, descubrí que su empresa no había levantado cabeza financieramente después de una huelga del sector de la construcción que duró cuarenta días, en tiempos sin ERTE e incluso sin despidos posibles, procedentes o no. Los intereses bancarios por encima del 20% hicieron el resto, en una época en que los directores de banco eran todopoderosos y podían mantener viva una empresa zombi a base de chanchullos a fin de mes, con letras de pelota y descubiertos en cuenta.

Pero trabajar para el banco en espera de una inevitable suspensión de pago no era una perspectiva de futuro muy halagüeña para mí, mi mujer y mi hija recién nacida. Así que conseguí prestadas 300.000 pesetas (una cantidad equivalente más o menos a 2.500 euros en la actualidad) y en septiembre de 1983 y monté mi primer proyecto empresarial. Los inicios fueron duros, pero todo era muy divertido con veintipocos años y el negocio fue francamente bien. Tanto, que en el año 1987 me eligieron joven empresario del año en Cartagena. Pero como la cabra tira al monte, al final una gran parte de mis clientes eran promotores inmobiliarios. Uno de ellos, la gestora de la Cooperativa Ladera, impagó su deuda con nosotros y desarboló las escasa reservas que nos habían quedado después de afrontar la crisis de los años 93 y 94. Al final tuve que reinventarme pero, eso sí, también centrado en el sector inmobiliario, del que conozco hasta la entretelas desde mi especialización en marketing.

Lo que motivó que, después de un período glorioso de espectacular remontada y éxito empresarial, me afectara de lleno la crisis del 2007 en España, y la del 2011 en Portugal, país donde había encontrado un acomodo excelente ayudando a crear desde cero una red inmobiliaria que hoy es la líder indiscutible en ese mercado.

Pues bien, cuando me las prometía más que felices en mi proyecto de madurez ya consolidado y apoyando a la prometedora startup de mi hijo (que, por cierto, se llama Dionisio Escarabajal, como yo, como mi padre y como mi abuelo) ahora me encuentro con esta crisis del Covid, que afortunadamente afronto pertrechado con la experiencia acumulada y la paciencia que me han enseñado la crisis anteriores. Porque si hay algo cierto en la vida del emprendedor es que habrá crisis, y la segunda verdad evidente es que de las crisis se sale, normalmente más sabio, más prudente y más fuerte. Así que si alguien conoce personalmente al autor del comentario y ha leído este artículo, díganle que me tomo como un elogio su apreciación (al fin y al cabo tengo muchos amigos funcionarios que son excelentes profesionales y mejores personas), pero que su imaginación calenturienta está francamente a la altura de la del arquitecto del Odiseo.