En Florencia, el joven humanista Pico della Mirandola había anunciado dos caminos posibles para la humanidad: las estrellas o el fango. El hombre, por su condición de ser material, racional y espiritual tenía la capacidad de alcanzar los cielos. Pero su fuerza también podría ser su perdición y arrastrarlo por el barro del cual había nacido. El medio, tanto para lograr estas altas aspiraciones como para evitar la catastrófica caída en los instintos más egoístas, era la educación.

Aunque el Renacimiento fue una civilización de editores e impresores, no por eso fue una cultura exclusivamente bibliófila. La letra era un instrumento muerto si no se apoyaba en la experiencia personal, en el trato con el maestro y con la fraternidad que formaban todos aquellos que aman y buscan juntos el saber. Así habría habido una doctrina de Platón comunicada solo oralmente a sus discípulos; de igual manera que las enseñanzas de Cristo no habrían estado contenidas todas en los evangelios, y puede que muchas de sus palabras se hubieran pronunciado entre amigos, con las Escrituras extendidas sobre la mesa, a la leve luz de una lámpara de aceite. Porque las bibliotecas, simple repositorio de datos, por sí solas no son más que herramientas.

Este ideal de la educación estaba presidido no por el amor a la palabra escrita, sino por la palabra pronunciada y por una virtud más pagana que cristiana, una fuerza dinámica y explosiva que dirigía el obrar humano. La forma más perfecta del ideal moral de la educación fue sin duda El Cortesano, monumento literario obra de Baltasar Castiglione, compuesta como una serie de jornadas trabadas mediante la conversación, un auténtico coloquio, un verdadero canto coral derivado del puro amor que inspiraba la presencia del otro. El triunfo de la educación conducía al crecimiento personal, a la autonomía y en último término a la libertad. Era el nacimiento del hombre moderno, el cumplimento profético de las palabras de Pico della Mirandola: el ser humano tocaba las estrellas.

Pero si la educación es garantía de libertad, su olvido y la erradicación de la virtud como principio rector solo pueden traer debilidad, ruina y a la postre tiranía. El experimento más ilustrativo e interesante se desarrolló en el Ducado de Milán y lo llevó a cabo Ludovico Sforza, mecenas de Leonardo da Vinci y beneficiario, él mismo, de una educación humanista que guardaba solo para sí. La muerte de su hermano le había situado como regente y tutor del joven Giangaleazzo Sforza, su sobrino. Su desmedida ambición por alcanzar el poder se veía favorecida por haberse hecho cargo de la educación del duque heredero. Aquella educación acabó siendo el reverso sombrío y sucio del humanismo. Se basaba en un esfuerzo constante y deliberado por someter la voluntad de Giangaleazzo. Convirtiendo su existencia en una permanente vorágine de despreocupación, orgía y diversión, Ludovico Sforza trasladó la vida de su sobrino a un Jardín de las Delicias. Le ocurría como a los héroes que describe Ariosto en su Orlando Furioso cuando quedaban atrapados por malas artes de brujería en islas o castillos remotos y hechizados, entregados a los placeres egoístas, negligentes con las penas ajenas, por tanto fácilmente manejables como marionetas y sometidos al olvido de su propia vida, engañados por visiones de todo tipo que les hacían sentir más amor por la cautividad que por la libertad.

El tema del héroe encerrado en una trampa de voluptuosos espejismos que ciegan su buen juicio, y por los cuales es capaz de renunciar a sí mismo y sacrificar a los demás, es un tema antiquísimo que se remonta a la Odisea en los amores de Ulises con Circe. Pero los senderos de la corrupción desembocan siempre en el mismo lugar. Ludovico Sforza da perfecto cumplimiento a sus malvados planes, cuando en los comienzos de la invasión francesa de Italia manda envenenar a Giangaleazzo estando este en Pavía. Tras anunciársele su muerte entra en Milán, sin el menor rubor, adornado con las insignias ducales.

Hundido en la bajeza moral de la tiranía política basada en la cruda oportunidad, predispuesto a explotar en su beneficio todos los vicios del alma, el tirano y parricida Ludovico Sforza es la otra cara del hombre moderno al que se refería Pico della Mirandola, aquel que ponía su inteligencia fría y práctica al degradante servicio de los más bajos instintos de ambición y poder.

A causa de su oportunismo en los asuntos públicos, de la deslealtad hacia su palabra, y de su evidente desprecio por la educación, el Duque de Milán fue también el heraldo político que anticipaba una época, la nuestra.