"Me canta lo que se pierde", decía Antonio Machado, de quien a veces uno sospecha que lo sabía todo. Yo he cantado siempre mucho a lo perdido y muy poco a lo logrado, será porque he perdido mucho más de lo que he ganado (más o menos como cualquiera), y también porque leí tempranamente al Conde de Villamediana y aprendí que «cerca del grosero está el venturoso».

En esta pandemia todos hemos perdido mucho. Algunos, personas queridas, que es lo único irreemplazable, y otros, su medio de vida, que tampoco es baladí. Y, ya varios escalones más abajo, todos hemos perdido hábitos, costumbres, formas de hacer las cosas que, probablemente, no volverán y ahora añoramos casi tanto como antes nos molestaban.

He leído en estos días un par de reportajes sobre eso. En uno me enteré de que hay compañías aéreas que están ofreciendo 'viajes a ninguna parte'. Se trata de subirse a un avión y hacer un vuelo para regresar al mismo lugar desde el que se partió, solo para 'recuperar' las sensaciones de ir al aeropuerto, facturar el equipaje, pasar los controles de seguridad, despegar, comerse el infame menú, ver las nubes a través de la ventanilla y volver al punto de partida. Por lo visto, mucha gente echaba en falta esas vivencias y está dispuesta a pagar por revivirlas. Los billetes que se ponen a la venta para un 'viaje a ninguna parte' se agotan en diez minutos.

Otros echan de menos el bullicio de la oficina, el sonido de los teclados y las conversaciones de los compañeros, hasta el punto de que se ha creado Calm Office, un sonido de mecanografía, máquina de café y teléfonos, pensado para gente que extraña el despacho.

No es nada nuevo esto. César González-Ruano prefería escribir en el café, entre el ruido de las comandas, los camareros, los limpiabotas. El poeta José Hierro escribía también en un bar cerca de Atocha, en una mesa junto a la tragaperras. Y yo, que tan lejos estoy de los dos, alguna vez he contado que suelo escribir estas columnas escuchando blues, pero acaso no he dicho que jamás he escrito más feliz que en mi primer periódico, donde aún no había llegado la informática y tecleábamos en viejas olivettis, todo tableteo y manchas de tinta; un teletipo acuchillaba el papel, que se quejaba hondamente, y Manolo Díez de los Ríos cantaba a voces Campanera o Soy minero, según el día.

«Añorar es recordar con pena la ausencia de persona o cosa querida», dice Joan Corominas. Viene del catalán 'enyorar', y este del latín 'ignorare', ignorar, en el sentido de no saber, no tener noticias de un ausente, como esa forma de vivir que pasó y con la que no sabíamos que éramos felices.