No hay mejor forma de quitarse el presente de encima que agitar el pasado. Es algo a lo que nuestra clase política nos tiene acostumbrados. Los proyectos de futuro quedarán en manos de los meteorólogos, porque desde un tiempo a esta parte, el Parlamento se ha convertido en una cámara de bajos fondos, donde se grita, se insulta y se pelea por el pasado, ante la oscuridad del presente.

A pesar de lo que puedan pensar desde la Carrera de San Jerónimo, el pasado es un hecho común. Sucedió y a todos nos afecta. Pero a diferencia del presente, su textura es tangible y arrojadiza. Nuestros gobernantes se asoman a nuestra realidad actual y cierran las puertas de sus despachos. No se cogen los teléfonos unos a otros. Juegan al escondite ministerial y creyendo sacar pecho de su gestión lo único que muestran es su barriga.

Si hay de lo que sentirse orgulloso de nuestra clase política es de la Transición Democrática que se produjo a finales de los setenta. Y esto lo escribe alguien que no vivió aquellos días y que ha nacido en una democracia consolidada, con sus bostezos de normalidad que tanto echamos de menos. La Transición fue un ejemplo histórico de consenso y determinación. De coraje y sacrificio. Y en este sentido, la izquierda jugó un papel esencial, cediendo, asumiendo y negociando una democracia que no hubiera vuelto a España sin su calidad humana y altura de miras. Carrillo abrazó la bandera de España que tanto le cuesta tocar ahora a Alberto Garzón. El PSOE se alejó del marxismo por un bien común y los políticos, así como la sociedad, decidieron mirar hacia adelante, que es donde está la vida.

Ha sido el momento más brillante de la historia reciente de España. Pero ha tenido sus heridas abiertas. En una democracia sana los muertos no pueden estar enterrados en fosas comunes. Es, tal vez, la única mancha que se le puede vislumbrar a nuestra Transición. Los republicanos que murieron durante la Guerra Civil lo hicieron por una idea de España. Por supuesto que no todos defendían la legalidad democrática, pero nadie merece la humillación y la deshonra de que ni los propios familiares tengan un lugar donde enterrarlos. Ya han pasado setenta años de aquellos días y la mayoría de esos hijos no han podido enterrar a sus padres con dignidad. Las víctimas del bando franquista tuvieron cuarenta años de homenajes y resarcimiento.

Ese es el tema esencial que debería revolvernos la conciencia a la sociedad. El problema es que el foco con el que se pretende iluminar el pasado está cargado de revanchismo y distorsión. La Ley de Memoria Democrática que aprobó el Consejo de Ministros la semana pasada cumple dos funciones primordiales en la actualidad: la primera de todas es distraer a la sociedad de los verdaderos problemas que afronta. Que en la peor crisis sanitaria en un siglo el Gobierno no sea capaz de ni de contabilizar el listado de muertos desde el mes de marzo pero que se disponga a arbitrar en la Guerra Civil es descorazonador. La segunda función es incluso más perversa y requiere de un odio histórico latente: reescribir la historia y romper con el espíritu de la Transición que se tradujo en 40 años de democracia plena.

La ley pretende 'esclarecer el pasado', como si la historia fuese algo objetivo, una materia pura que pudiese observarse tras un cristal limpio. Pero no es así. A la dictadura brutal de Franco le precedió un período de enormes tribulaciones. La República no fue ese lugar idílico al que muchos se agarran cuando los problemas del presente les acorralan. Durante la II República hubo una violencia desatada que minó a la sociedad. La comisión de la verdad que quiere establecer el Gobierno debería tener en cuenta que los años treinta fueron convulsos e infames en todos los rincones. Hubo asesinatos, violaciones y abusos. Aquellos políticos pecaron de una irresponsabilidad mayúscula al encender a las masas por puro rédito partidista. Y con la llegada del conflicto bélico la violencia se desató sin freno. Personajes como Largo Caballero o Lluís Companys no soportarían el examen moral que pretenden imponer con esta nueva ley. Pero me temo que el dictamen correrá en una sola dirección, porque lo que se pretende no es esclarecer la verdad, sino simplificar el pasado.

Por eso asumo con honestidad que elaborar una ley sobre la Guerra Civil es terreno resbaladizo si se pretende conseguir la verdad. Otra cosa es que su misión sea agitar el árbol de la discordia, porque en el presente no crece ni la hierba. Hacer una ley de este género sin el apoyo de toda la cámara es caer de nuevo en el pecado de los dos bandos. El PSOE, que fue testigo y parte de aquellos días infames, tal vez debería también hacer examen de conciencia y estudiar qué pudo hacer en aquellos días para pacificar las aguas. En lugar de eso, toca removerlas.

El ataque que sufre la Transición Democrática y su desprestigio es galopante. El problema no es tanto que se pongan en duda los valores que nos trajeron la democracia, sino que se idealicen otros, los de los años treinta, que protagonizaron el momento más oscuro de nuestra historia. Los políticos a los que pagamos la soldada demuestran padecer una enfermedad común, que afecta tanto al mediocre como al oportunista. Yo la llamo hipermetropía y no solamente afecta a la vista. Se trata de la incapacidad de ver los problemas del presente pero trasladar el foco atención al pasado. Como aquellos lectores que cuando abren un libro buscan con anhelo sus gafas de cerca porque no ven más que lineas juntas y manchadas. El drama es que el Gobierno renunció a graduarse la vista. Aquí una ayuda: busquen esclarecer los más de trescientos asesinatos de ETA que han quedado impunes. Y háganlo antes de acercar a los presos etarras al País Vasco. La semana pasada ya se acercaron cinco. Esas víctimas sí representan nuestra democracia y sí murieron por nuestro presente. Por lo que somos. Ni siquiera por unos presupuestos merecen condenarlos al olvido.