Por las calles de la ciudad la gente se mueve, va a sus cosas. Casi nadie se para con otras personas, solo se saludan, y, a veces, sin cesar de andar, uno pregunta: «¿Estáis bien?», y el otro, alejándose, responde «Bien todos. ¿Y vosotros?». El primero ya solo levanta el dedo pulgar hacia arriba, imitando el conocido emoticono, porque está demasiado lejos y tendría que gritar. El bar de la esquina, en el cada día tomabas algo con tus amigos está cerrado. Solo dispone de una barra y dos ventanas, y las órdenes han sido que cierre. Bien es verdad que estaba regentado por un matrimonio joven, verdaderos expertos en hostelería, ella una magnífica cocinera y él un atento camarero de mostrador. También es cierto que habían colgado una placa de metacrilato a lo largo de toda la barra que solo dejaba un pequeño espacio por debajo para pasar las cañas o los cafés, separando a los clientes de los que servían, y, asimismo, ellos estaban absolutamente pendientes de que todo estuviera perfecto, limpiando y desinfectando continuamente el mostrador y sus manos. El bar daba para mantener una familia, tampoco más, pero ahora han tenido que cerrar sin llegar a comprender la diferencia que hay entre una barra que guarda las distancias y un mostrador de una carnicería, por ejemplo, donde la gente compra y espera.

Por el centro, el cien por cien de los transeúntes lleva puesta la mascarilla. Solo unos pocos la tienen por debajo de la nariz, sin llegar a entender nadie por qué. Si el virus se transmite por medio del aire, ¿por qué taparse solo la boca? A veces puedes ver a los repartidores de todo tipo de productos, aunque fundamentalmente de bebidas para la hostelería, subidos en sus vehículos, manejando barriles de cerveza y cajas de botellas con la mascarilla en la garganta. Al verlos sudar copiosamente entiendes que la mascarilla debe ser un suplicio y esperas que, cuando baje del vehículo, se la vuelva a poner. En la puerta de una frutería hay un hombre fumando y un poco más allá están fumando dos mujeres. Cuando te quedas mirándolas ellas vuelven la cabeza y exhalan humo como chimeneas. Una mujer mayor pasa y les dice: «¡Dejaos el fumete y poneos las mascarillas, coña!».

Si te vas hacia los barrios que rodean el caso antiguo, la cosa cambia. El tanto por ciento de personas con la mascarilla en la barbilla es mucho mayor. Pasan adolescentes que abiertamente no la llevan puesta, quizás porque no saben que el veinte por ciento de los infectados en Murcia es gente muy joven. Ahí hay un centro de salud. Una cola de al menos 15 personas sale desde la puerta y se pierde a la vuelta de la esquina. Unos guardan las distancias y otros no. Algunos hablan de que han estado llamando por teléfono dos días y que nadie les ha respondido, así que se han venido al centro a ver si le arreglan lo suyo. Llama la atención que haya tres personas mayores sentadas en su andador. No están juntas, sino aquí y allá a lo largo de la cola. Hace mucho calor para esperar allí, en la acera.

En general, la gente está hecha un lío. No sabe exactamente qué hacer. Por un lado, parece que lo necesario sería encerrarse en casa, pero hay muchos que piensan que les gustaría vivir algo más, hacer algunas cosas de las que hacían, pasear por el centro, entrar a comprar un libro, y no solo entrar a comprar tomates, tomar un café o una cerveza con los amigos, sin pasar de seis, pero al menos charlar, cruzar informaciones, escuchar ideas distintas a las de tu familia más cercana. Otros han renunciado a todo eso en favor de mantenerse lo más a salvo posible. Los mayores no saben si hacen bien yendo a visitar a los hijos y nietos, por más que lo deseen con toda su alma, que ya en el confinamiento estuvieron días y días con la cosa de la pantalla del móvil y sin poder siquiera rozarles el codo.

Una mujer bastante mayor está diciéndole a otra, en la calle, que tampoco cree que vaya a vivir muchos años y que está más que harta de «desperdiciar días de los que le quedan», para añadir a continuación: «Es que me estoy poniendo triste por momentos, y no quiero volver a tener que tomarme las pastillicas», y se le quiebra la voz.